lunes, 21 de septiembre de 2015

La Más Grande Expedición.



Nueve meses después de haber partido de Sevilla, Fernando de Magallanes, que se encuentra navegando por el infinito Océano Atlántico, quizás comenzó a pensar que su empresa no era más que lo que los reyes, los hombres de saber y la gente de a pie le había gritado que era: imposible. Su sueño de descubrir un paso marítimo que permitiera a las naves, en adelante, alcanzar Asia por el oeste, y llegar a las ricas y míticas islas de las especias en el Océano Índico (islas Molucas), parecía desvanecerse a cada día que pasaba sumido en la espuma de las olas, que chocaban con paciencia infinita contra la proa de sus naves. Muchas cosas habían acontecido hasta aquel preciso instante. Quizás el único y último momento de duda del marino portugués. Pero empecemos por el principio.

Todo comenzó, como no puede ser de otra forma, con intrigas de salones. A principios del siglo XVI, España y Portugal se habían repartido el mundo con el archiconocido Tratado de Tordesillas. En él, se acuerda fijar un meridiano situado a trescientas sesenta leguas al oeste de Cabo Verde, que serviría para delimitar las zonas de influencia y expansión entre los castellanos y los portugueses. Quedaba para los primeros la explotación de los territorios y las riquezas de América -a excepción de una franja del actual Brasil, que quedaba bajo dominio luso- y la parte más al este de Asia, mientras que la mayor parte del reparto, correspondiente a África y la mayoría de Asia, quedaba para Portugal. Así pues, las islas de las especias, tan codiciadas como necesarias para obtener la hegemonía total que se disputaban ambas potencias, quedaban bajo dominio español, pero debido a tal división no había manera de llegar a ellas sin invadir aguas portuguesas. Era un problema gravísimo para los castellanos, que poco podían hacer para suplir la falta de una ruta que los condujera a tan ansiado destino salvo faltar al acuerdo y navegar por donde les estaba vetado. Al obispo de Burgos y principal consejero del Emperador Carlos por entonces, Juan Rodríguez de Fonseca, le llegaron noticias de un navegante portugués a quien, como fuere con Colón, la Corona de su propia patria no echaba demasiada cuenta. Sería pues de nuevo Castilla quien prestaría oídos y atención a este desconocido y humilde marino, quien decía poseer el secreto para acabar con el monopolio comercial portugués.


              El Planisferio de Cantino, fechado en 1502.  Curioso el error de las distancias entre Europa y el Nuevo Mundo.


Ante semejante promesa, y teniendo presente los antecedentes, Carlos aceptó. Fernando de Magallanes, un portugués, se pondría al mando de cinco naves castellanas que partían rumbo a lo desconocido a fin de sortear el nuevo continente para llegar, sea como sea, a la otra punta del planeta. La financiación del proyecto es titánica: salvando numerosos contratiempos, finalmente se pone sobre la mesa la abrumadora cantidad de ocho millones de maravedíes de la época; una fortuna que, en cambio actual, pocas superpotencias podrían permitirse, y cuyo equivalente lo podríamos encontrar en la organización de un gran viaje al espacio. Dicho esto, pueden ustedes imaginarse cuánto riesgo se presenta para la corona castellana, y cuántos intereses están en juego. Nada menos que el dominio del mundo conocido, que se dice pronto. Contaba la expedición con un punto fuerte, que era la cada vez más reconocida esferidad de la Tierra; y uno débil, que les costaría caro: las dimensiones del globo que pronosticaba Magallanes, como así lo hizo Colón, eran mucho menores que las reales. En cualquier caso, el 22 de marzo de 1519 se firman las Capitulaciones de Valladolid, por la cual el Emperador recoge para el portugués los títulos de ''Gobernador y Adelantado de todas las tierras que descubriese'', y se aportan cinco navíos para los propósitos de la expedición. Estos cinco barcos con los que cuenta, en muy mal estado, necesitarían de un año entero para ponerse a flote y convertirse en naves dignas de tan magna hazaña como se espera de ellas. Frente a sí, dos años de navegación con un final más que incierto.


                                                         Fernando de Magallanes (1480-1521)

Por otra parte, los financiadores de la expedición, todos españoles, protestaban continuamente ante la Corona por la concesión del mando de la expedición a un portugués -debe tenerse en cuenta que son potencias casi antagonistas por entonces-. Este conflicto llega a su punto álgido cuando Magallanes intenta enrolar en la tripulación a varios paisanos portugueses, a lo cual los castellanos se niegan en redondo. De entre estos nuevos tripulantes destaca uno, que si bien no era portugués su naturaleza era aún más extraña entre la tripulación. El joven se presenta ante Magallanes con un libro en las manos, y dice ser Antonio de Pigafetta, un gentilhombre veneciano que se tenía por explorador, geógrafo y cronista de su república natal. Le dice a Magallanes que él de disparar y arriar velas poco o nada, pero de escribir sabe mucho. Magallanes, que seguramente quiso despacharlo y tirarlo rápido por la borda, tuvo que quedarse con las ganas debido a las recomendaciones con las que llegó el joven cronista, cuya familia era de mucho poder y riqueza. Será él, de hecho, uno de los dieciocho supervivientes de la expedición, de doscientos sesenta y cinco que saldrán de España, y dará constancia del increíble viaje en su obra Relazione del Primo Viaggio Intorno al Mondo (1524), libro de extraordinario valor gracias al cual conocemos más de cerca a Magallanes y al propio Pigafetta. Éste último nos dejó plasmados sus pensamientos en papel; su ansia de aventura, conocimiento y, también, de fama:

«Sabía que navegando en el océano se observaban cosas admirables, y determiné de cerciorarme por mis propios ojos de la verdad […], tanto para entenderlos como para hacerles útil y crearme, a la vez,  un nombre que llegase a la posteridad».


                                                              Antonio de Pigafetta (1480-1534)
                                                                              
   
Desde el primer momento, la nave de Magallanes se pone en cabeza y es seguida por las otras cuatro embarcaciones, comandadas por castellanos, de los cuales no pocos lo consideran un enemigo declarado y casi todos un claro adversario. Cuando la expedición se encuentra anclada en Tenerife para reabastecerse, llega a manos del capitán una misiva de Sevilla: los capitanes españoles, dirigidos por Juan de Cartagena -enviado especial del obispo Fonseca, de quien era sobrino-, planean rebelarse contra él a la menor oportunidad. A ello se le suma una estrategia de Portugal para arruinar la expedición castellana, tramando diversas estratagemas para obstaculizar y neutralizar, en diversos puntos del planeta, las distintas naves. Para hacer frente a lo primero, Magallanes -descrito por Bartolomé de las Casas como una persona ''agria y desagradable, pero de un porte muy honrado que le hace capaz de hacer todo lo que se propone''- releva del mando de Juan de Cartagena, su vicealmirante. Para contrarrestar lo segundo, el almirante varía de rumbo cada cierto tiempo sin consultar ni avisar a nadie, en una suerte de trayecto imaginario que solo él configura en su mente, a fin de pasar a los portugueses que planearan sabotearle sin que éstos ni tan siquiera se percataran.
Tras dos meses de navegación, la expedición comienza a recorrer la costa este de América del Sur buscando cualquier tipo de paso hacia el oeste. Buscan en cada cabo y cada cala el esperado estrecho que les permita atravesar aquel inmenso continente; de momento, sin éxito alguno. Cuando llegan a la desembocadura del Río de la Plata (Argentina), las esperanzas de Magallanes se reavivan, pues es tan ancha -casi trescientos kilómetros- que puede incluso confundirse con mar abierto. Sin embargo, tanto el viento, como las olas y la propia agua delatan que no se trata de un mar, sino de la desembocadura de un gigantesco río. Desorientado ante tan extraño entorno, Magallanes coge un poco de agua de aquel ''mar'' y la bebe: es agua dulce. Constatando que, efectivamente, no estaban en el mar, el portugués debe modificar sus planes y  dar media vuelta. A pesar de hacer seis meses de su partida, con el hambre y el frío comenzando a hacer mella y sin haber conseguido el más mínimo atisbo de éxito, para Magallanes este viaje sigue sin ser discutible. No hay marcha atrás. Es la victoria o la muerte. Sus hombres, sin embargo, no lo entienden así, y son cada vez más los tripulantes cuyos máximos anhelos se reducen a dar media vuelta y volver a sus hogares.

Mientras continúan navegando hacia el sur, les sorprende el invierno. El viento gélido les golpea de cara, y los navíos avanzan muy lentamente debido al fuerte sotavento. Las condiciones a bordo se acercan a ser extremas: la comida y el agua fresca comienzan a escasear, y los marineros están completamente expuestos a las gélidas temperaturas y a la humedad. El único atisbo de comodidad abordo pertenece al capitán, mientras el resto debe contentarse con la protección que pueda dar la propia madera del barco. Poco más.

Las tempestades invernales del hemisferio sur chocan contra los navíos y hacen aún más difícil la travesía. En esas circunstancias, terroríficas desde hace tiempo, la expedición llega a un nuevo cabo: en  San Julián (también en Argentina) aparece la salvación en el último instante. En aquellas aguas cristalinas había peces fáciles de pescar, y en tierra encontraron agua potable. Nuevamente sin consultarlo con nadie, Magallanes decide establecer ahí su cuartel de invierno. Pigafetta escribe:

«En la latitud sur cuarenta y nueve grados, treinta minutos, encontramos un buen puerto. Decidimos esperar aquí el paso del invierno y la llegada de una estación más propicia para proseguir el viaje».

Mientras tanto, los marineros posan sus ojos sobre extrañas criaturas que no habían visto nunca: pingüinos, focas y delfines, que toman por monstruos marinos. A pesar de la parada en San Julián, las condiciones no mejoran para los tripulantes. Una mar embravecida, continuas tempestades, el hambre persistente -hacía tiempo que se habían racionado estrictamente los víveres- y, para más inri, el miedo de muchos tripulantes de hallar el límite de la tierra y caer hacia la ''nada'', eran focos de conflicto que, cada vez más, estaban despertando.  Eran tomadas estas criaturas nuevas, de hecho, por avisos de la cercanía de este límite, por lo que la crispación entre los marineros fue aumentando. Piensen ustedes en la mentalidad de la época, en los miedos de esos marineros con poco o nada de formación intelectual. Pónganse en los zapatos de estas gentes que ven aquellos ''monstruos'' marinos que, como en las historias, parecen perseguir a las naves, esperando el momento de atacarles para acabar con ellos y llevarlos al fondo del mar. Magallanes ignora esta crispación, y continúa racionando la comida. El pan y el vino, que no eran ya muy abundantes, debían durar hasta llegar a su destino; lo cual, además, podía tardar meses. Así pues, el hambre, la sed y el miedo convierten a la tripulación en un polvorín a punto de estallar, y los conflictos entre marineros portugueses y españoles aumentan por momentos.


                                             Primer mapa de Pigafetta del extremo sur de la Patagonia.


La noche del 2 de abril de 1520, finalmente, estalla el motín. Tres de los cinco navíos se declaran en rebeldía, y el sueño de Magallanes comienza a resquebrajarse, amenazando con estallar en mil pedazos de un momento a otro. Sin embargo, el almirante permanece impasible. Envía varios botes a los barcos rebeldes con la supuesta misión de negociar, siendo recibidos por unos confiados amotinados que se creen seguros en su número. Mientras se produce la negociación, más marineros fieles al almirante escalan los barcos sublevados y toman de nuevo el control por las armas. Una de las naves, sin embargo -la nao San Antonio-, huye y regresa a España. Esa misma noche, Magallanes organiza para el día siguiente un juicio a los que consideraba responsables del atropello, en un momento que será decisivo para la expedición. Según la ley marítima de la época, Magallanes es Juez Supremo de sus naves. Solo él juzga, y solo él puede condenar. Así pues, Juan de Cartagena es privado de sus títulos y expulsado de la expedición, mientras que Gaspar de Quesada, el segundo en rebelión de Cartagena y capitán de la Armada Real, es condenado a muerte. Así, con esta ejecución, Magallanes condena a uno por todos: según la ley establecida, en caso de motín debe ejecutar a una quinta parte de la tripulación; sin embargo, de haberlo hecho habría acabado fulminantemente con la propia expedición. El almirante dejará caer sobre Gaspar de Quesada toda su crueldad, mostrando al resto su ya reconocida intransigencia. No se atreve, por otra parte, a ejecutar a Juan de Cartagena, quien era un Grande de España y sobrino del obispo Fonseca. En su lugar, abandonará a Cartagena en el Cabo de San Julián, únicamente con su arma y un poco de comida, dejándolo junto a una horca que no llega a usar salvo para dar simbolismo al asunto. Tampoco es que hiciera falta ejecutarlo, pues en la Patagonia -nombre que le ponen de igual manera que a sus habitantes, patagaos, por su gran estatura y tamaño de pies- el destino de Juan de Cartagena estaba sellado de forma cruel e irreversible: mucho tiempo después de la expedición, los restos de este personaje serán encontrados justo donde Magallanes lo dejó: bajo la horca, a pocos metros de la orilla.

A finales de agosto de 1520, tras casi cinco meses después de la parada, la expedición abandona el Cabo de San Julián y vuelven a poner rumbo al sur. Por fin, después de tanta espera, ha pasado el invierno.  Cuando llegan a un nuevo paso hacia el oeste, Magallanes envía dos barcos de avanzadilla para que se adentraran en él, dando comienzo así una larga y tensa espera. Sus hombres han dejado de creer en él mismo y en la misión que el rey le encomendó, pero Magallanes fija la vista hacia el oeste a cada instante, esperando ver regresar aquellas dos naves con unas muy necesarias buenas noticias. Retroceder, que es lo que le piden todos, sería reconocer la victoria de sus enemigos y su fracaso como almirante. Ni que decir tiene que jamás se lo plantea. El estallido de una enorme tormenta dificulta la labor de estas dos naves que, sin embargo, encuentran algo. Un paso muy estrecho se adentra tierra adentro y parece no acabar. Con esas noticias, la avanzadilla decide dar media vuelta y dirigirse al grueso de la expedición. Claro que de todo eso, Magallanes y sus hombres no eran conscientes, por lo que la tensión y el nerviosismo se extiende rápidamente entre la tripulación. Así nos lo cuenta Pigafetta:

«Pensamos largo tiempo que las naves de la avanzadilla habían sucumbido a la tormenta. Pero no. Volvieron con las velas desplegadas y las banderas rompiendo el viento, disparando salvas para saludarnos».

Las noticias de la avanzadilla son esperanzadoras. El paso que habían encontrado se adentraba más y más en la tierra, pero el agua por el que navegaban no era dulce, sino salada. Agua de mar. Animados por la buena nueva, la expedición se pone en marcha. Revisan exhaustivamente cada cabo y cada fiordo, sorteando rocas y bancos de arena. Las aguas resultan ser un auténtico laberinto donde los hombres navegan a ciegas ante el peligro de rocas superficiales, arrecifes y bancos de arena, que podrían hacerlos encallar. En un determinado punto, el estrecho se bifurcaba en dos ramificaciones menores: una de ellas carecía de salida, mientras que la otra subía de nuevo hacia el norte, en dirección contraria a la que habían venido. Magallanes debe dividir la flota para explorar ambos caminos; decisión harto difícil pues era la primera vez que debía hacerlo. Anteriormente, como hemos visto, Magallanes envió dos únicas naves hacia el estrecho cuando lo encontraron por primera vez. Sin embargo, en aquella ocasión la flota no se dividió, pues que el grueso permaneció aproximadamente en el mismo lugar, esperando el regreso de la avanzadilla; mientras que en esta ocasión ambas partes de la expedición debían avanzar por caminos desconocidos cada una por su lado, sin cartas de navegación de ninguno de aquellos lugares ni manera posible de comunicarse entre ellas.


                                    Así se imaginaron sus contemporáneos el estrecho descubierto por Magallanes. 


El estrecho, inesperadamente laberíntico, puso a prueba la perseverancia del almirante y sus hombres. Una y otra vez se encontraban en un callejón sin salida y debían dar media vuelta, solo para adentrarse en otro callejón desconocido. Seiscientos kilómetros de aguas navegables mantuvieron a la expedición en un estado de ignorancia y nerviosismo constantes. No sabían dónde estaban exactamente, ni hacia dónde se dirigían. Pero Magallanes siguió adelante, a pesar de que todo lo que les rodeaba les causaba un profundo terror, fruto del desconocimiento y las terribles condiciones en las que se encontraban. Cuanto más avanzaban y se adentraban en aquellas aguas, mayor era su temor y desconcierto.

Una de aquellas noches los hombres contemplan cómo los bordes de la costa son arrasados por gigantescas llamas, que acaban con todo a su alrededor. Ninguno de ellos ve el menor signo de vida humana por aquella inhóspita tierra, a las que Magallanes bautiza como Tierra de Fuego. Los pensamientos del portugués, quizás expresados en voz alta, son recogidos de nuevo por Pigafetta. No sería de extrañar que Magallanes estuviera, mientras hablaba, contemplando las titánicas llamas que se extendían hasta el horizonte, haciendo parecer sus barcos no más que pequeñas motas oscuras en el agua, entre tanto fuego y humo:

« ¿Qué clase de lugar es este? Azotado por los vientos, es una tierra sin vida; ni animales ni hombres quieren vivir aquí. ¿Estoy en este mundo o acaso ya en la antesala del otro? ¿A dónde me llevará este viaje? ¿Regresaré a mi tierra? ¿Volveré a ver a mi esposa y a mi hijo? ¿Me recibirán a mi llegada con honores, y tendré una fortuna? […] ¿Cuándo? ¿Cuándo sucederá eso? »

La expedición lleva un mes surcando aquellas aguas, buscando el paso hacia el oeste sin éxito. A estas alturas, no es extraño imaginarse que todos los hombres habrían pensado, al menos una vez, en quitarse la vida y acabar con su miseria. Muchos marineros han muerto ya fruto del hambre, el frío y las enfermedades. Los cadáveres son arrojados al mar con presteza para evitar contagios y que cundiera aún más el desánimo.

Entonces, llega el momento decisivo. La ruta que venían siguiendo, hasta entonces estrecha y angosta, comienza a ensancharse. Cuando por fin salen a mar abierto, se extiende ante ellos un titánico océano desconocido: el Pacífico. A día de hoy, este paso situado en el cono inferior de América del Sur es conocido como el Estrecho de Magallanes. La teoría del portugués parecía por fin cobrar forma material en su cabeza y en sus mapas. Habían atravesado las Indias y, ahora, se hallaban camino a surcar el mar del oeste. Después de cinco años de preparación y viaje, Magallanes está pletórico. Había demostrado que su teoría era cierta. Todos aquellos que le habían tildado de loco y se habían arropado en su previsible fracaso, ahora o eran nada. No eran nadie. La fama y la gloria ya no parecían tan lejanas para el almirante como cuando contemplaba las llamas de la Tierra de Fuego.


                             Descubrimiento del estrecho según O. W. Brierly. Sólo quedan tres naves, de las cinco que partieron.

Sin embargo, dos días después de salir a mar abierto le llega la peor noticia que podía imaginar: una de las naves, la que transportaba todos los víveres -comida, agua y vino-, había desaparecido. En el peor momento posible, el navío había desertado y puesto rumbo a España. Magallanes pasa así de la alegría a la desesperación más profunda. Pero no se rinde. Había conseguido sacar del estrecho a todos sus barcos, algo milagroso teniendo en cuenta que, incluso hoy en día, el Estrecho de Magallanes es considerado un auténtico laberinto geográfico harto peligroso por las constantes tempestades y vientos que lo azotan. No, Magallanes no se rinde. La única salida pasaba por seguir avanzando, y así lo hace. Lo que no sabía todavía era que aquel mar del sur, al que llama Pacífico -mar de paz, por la aparente calma de sus aguas-, era en realidad la mayor masa de agua de la Tierra. Y ahora, al contrario que antes, no tenían prácticamente nada para llevarse a la boca, ni para saciar la sed de sus quebradas gargantas. Mientras pescan lo que pueden para comer, el viaje se extiende días, semanas y meses. El tiempo sigue pasando sin que se topen con nada de tierra. Solo agua, infinita y en calma, acompañada por un sol abrasador que les quema la piel hora tras hora, día tras día. La masa de agua parece no tener fin, y la calma con la que los recibe cada mañana la delata como una asesina paciente y despiadada, que se regodea en el lento padecer de su víctima. Así, vuelven la desesperación y las dudas, los miedos y la desesperanza. Ya no se trata de ser rico y famoso, ni de disfrutar soñando con la gloria. Ahora solo es cuestión de sobrevivir. En medio de esta enorme masa de agua, Magallanes podría perfectamente haberse desorientado, debido a un fenómeno que ya notó Cristóbal Colón en su primer viaje. Sin embargo, el portugués era un marino experto, como así queda registrado por el cronista:

«La aguja de nuestra brújula indicaba siempre el Norte, pero desviándose algo del polo. Esto, lo había observado muy bien nuestro capitán general (Magallanes), por lo que cuando estábamos en pleno Océano, preguntó a todos los pilotos qué ruta anotaban en sus cartas y respondieron que la correspondiente al rumbo que les había dado. Magallanes les advirtió entonces que tenían que corregir sus anotaciones, a causa del error a que les inducía la aguja; porque esta se desviaba en razón a que en el hemisferio austral perdía alguna fuerza de atracción hacia el polo Norte».

A pesar de la maestría con la que el almirante dirige la expedición por aguas desconocidas, los navíos apenas cuentan con comida, y el poco agua que poseen está podrida. A estas alturas los barcos parecen tumbas flotantes en medio de un mar infinito. A los hombres se les caen los dientes y se les pudren los miembros del cuerpo. El escorbuto -provocado por una falta de vitaminas-, el azote más cruel de los marineros en alta mar, se los lleva uno tras otro. Nos lo describe de nuevo Pigafetta:

«Vi a uno, que miraba con ojos ávidos a un español que acababa de morir, mientras movía la mandíbula como si algo masticara. No había duda que estaba pensando qué parte del cuerpo muerto podía cortar, para comérsela cruda inmediatamente».

La mayoría de la tripulación encontrará en este punto la muerte, siendo sus cuerpos arrojados rápidamente por la borda. Pero después de tres meses y veinte días de agua salada y muerte, el vigía grita '¡tierra!' con la poca voz que le queda. La salvación, como ya había pasado antes, se presenta en el último instante. Llevan, en total, año y medio de travesía. A la primera oportunidad reponen comida fresca y agua potable, que deben comer con extrema precaución para evitar que su estómago, acostumbrado ya al hambre, no las rechace y mueran sumidos en el dolor. Con la moral algo recuperada, la expedición continúa, descubriendo esta vez una gran extensión de tierra a las que se dará más adelante por nombre Filipinas, en honor al rey español Felipe II. Tan cerca aún el recuerdo del hambre, la sed y la muerte, para los maltrechos hombres aquellas islas, tapadas por un manto verde de vegetación, debieron parecer el paraíso terrenal.

Cuando desembarcan en tierra, son recibidos por un grupo de indígenas que, extrañados, les hablan y preguntan en su lengua. Ni que decir tiene que, desde la perspectiva actual, es difícil (sino imposible) imaginarse qué ideas rondaban en la cabeza de aquellas personas cuyas culturas y forma de vida se encontraron con otras tan diferentes y, en la mayoría de los casos, opuestas. ¿Qué pensaron los indígenas cuando vieron por primera vez a esos hombres rubios y morenos, barbados, y ataviados con armaduras brillantes y armas sofisticadas? ¿Qué pensaron los españoles y portugueses que se encontraron con esos aborígenes, de cuerpo pintado y con extraña apariencia, que debían mirarlos como si fueran más algo sacado de sus sueños y pesadillas que del mundo real? En cualquier caso, y para hacerse entender lo más rápido posible, Magallanes lleva a tierra a su sirviente, un indígena llamado por los españoles Enrique. Al ser este capaz de comunicarse medianamente con los indígenas, Magallanes confirma que, efectivamente, están cerca de su destino: Sumatra, de donde provenía Enrique, no distaba mucho de las Molucas o islas de las especias; de tal manera que, si era posible entenderse entre ellos, es que la distancia no debía ser ya demasiado grande.

Magallanes, a quien por contrato pertenecen una parte de las riquezas que se extraigan de dicha tierra, ha descubierto un archipiélago cercano a las Molucas del que nadie tiene constancia. Así pues, toma posesión de aquella tierra en nombre del emperador Carlos y de sí mismo. Pronto, y a fin de ganar influencia en aquellas tierras, establece las primeras relaciones comerciales con los pueblos nativos, de las que posteriormente pretendía aprovecharse.

El domingo de Pascua de 1521, Magallanes organiza una misa en la playa de Limasawa. Pese a que desconocemos si invitó a ella a los indígenas, no sería algo de extrañar: para los reyes españoles el dominio del mundo era un encargo divino, destinado a mostrar al hombre la fuerza de la voluntad de Dios, representada por  estos reyes y sus planes. Toda colonización iba acompañada de las conversiones de los nativos, pues era éste -el aumento del número de fieles- uno de los más altos principios del imperialismo español del XV, XVI y XVII. Aquí vemos una continuación de la tradición regia medieval, por la cual se tomaba el poder real como un designio divino y, por tanto, incuestionable. Esta práctica, usada para consolidar el poder de los monarcas desde tiempos antiguos, alcanzaría su cénit en la Edad Moderna, con el ascenso del absolutismo.

Magallanes navega de isla en isla, anexionando todas las que puede. Es acompañado por los indígenas, quienes le guían en aguas muy difíciles y peligrosas. Desde Milasawa, la flota pone rumbo a Cebú, un importante puerto comercial. Cuando llega, Magallanes ve al rey de Cebú -el llamado Rajá Humabón, que era tan musulmán como el resto de reyes y caudillos de las islas- como un posible aliado interesante: tanto a Magallanes como a la propia España les interesaba tener una representación amiga en estos rincones del planeta, que afianzaran su poder para el posterior establecimiento del poder español ya de forma sólida. Cuando entabla relaciones el representante de la corona española con este rey filipino, el segundo le dice al primero que está en guerra con una isla vecina, y le solicita ayuda para extender su dominio. Magallanes, a quien interesa mostrar su poder, acepta. Encontramos aquí una muestra de prepotencia nada típica en Magallanes: rechaza ir acompañado de guerreros indígenas, alegando que con sus cincuenta hombres podría vencer a fuerza alguna que se le presentase allí.

El 27 de abril de 1521 pone así pie en la isla de Mactán, enemiga del rey de Cebú. Sin embargo, cuando llegan, la historia no se desarrolla como Magallanes había planeado. El caudillo enemigo, Lapu-Lapu, está acompañado de mil quinientos aguerridos, a los que Pigafetta describe como 'hombres con tatuajes de fuego', al tener estos guerreros por costumbre hacerse un tatuaje por cada batalla ganada y, tras tantos combates, haberse quedado sin espacio en el cuerpo solo para comenzar a marcarse la cara. Mientras los españoles se acercan más y más a la orilla de la playa desde sus barcas se van dando cuenta de su error, pues apenas llevan armas útiles en esa situación: los arcabuces, que les podrían permitir abatir enemigos desde la distancia, no pueden montarse sino en tierra firme; las ballestas, que son pocas, no alcanzan al enemigo desde tal distancia, acaso para herir a unos pocos sin llegar a matar a ninguno.

«Abrimos fuego sobre el enemigo desde los botes. Disparamos durante una media hora sin hacerles demasiado daño. En el instante en que dejamos de disparar, los nativos atacaron a muerte

En cambio, los arcos de los indígenas de Lapu-Lapu sí llegan a las barcas, provocando las primeras bajas. Todos los guerreros, confiados ahora al ver que los españoles no eran tan invencibles como aparentaban, se dedican a arrojar todo tipo de cosas en dirección de éstos: flechas, lanzas (cuya punta calentaban al rojo vivo), piedras y hasta lodo, que iba formando una masa de fango toda vez que los españoles se acercaban más y más a la tierra. Bajo tan intenso fuego, los españoles deciden saltar de las barcas cuando el agua les llegaba a los muslos, y avanzar a pie. Los guerreros del Rajá de Mactán hacen lo que mejor saben hacer y se abalanzan con furia inusitada sobre los cristianos, que los contienen como buenamente pueden.

Magallanes ordena quemar algunas casas de los indígenas para tener que dividir así sus fuerzas y quizás privarles de algo de ánimo; no obstante, la quema de las chozas los enfurece aún más. El portugués ordena la retirada en este punto, pero envueltos en una masa ingente de guerreros como están, la lucha se alarga varias horas. Ante la resistencia de los españoles, los indígenas centran su vista en su comandante, y se abalanzan hacia él para darle muerte. Pigafetta, que está combatiendo junto con el resto de españoles, nos cuenta:

«Un isleño consiguió herir al capitán en la cara con una lanza de bambú. Desesperado, éste hundió su lanza en el pecho del indio y la dejó clavada. Quiso usar la espada, pero sólo pudo desenvainarla a medias, a causa de una herida que recibió en el brazo derecho... Entonces los indios se abalanzaron sobre él con espadas y cimitarras y cuanta arma tenían y acabaron con él, con nuestro espejo, nuestra luz, nuestro consuelo, nuestro guía verdadero. Cuando lo hirieron, se volvió muchas veces para comprobar que estábamos todos a salvo en los barcos».

Tras la muerte del almirante, un desolado Pigafetta nos escribe:

«Magallanes ha muerto. Demostró una constancia inamovible dando prueba de ella en la adversidad más grande. Dios haga que su fama le sobreviva.»


             Grabado que muestra la muerte de Magallanes, en el centro. El combate prosigue mientras los españoles se retiran.



Magallanes encuentra su muerte así en Mactán, Filipinas, sin haber llegado a cumplir por completo su sueño, por el que tanto había luchado y sacrificado. Su acción, por otra parte, permite a la mayoría de hombres subir a las barcas y retirarse sin orden alguno, de vuelta a los navíos.  Habiendo saldado las cuentas con una derrota desastrosa por la muerte de Magallanes, la expedición sale de Filipinas y pone rumbo de nuevo a las islas de las especias, dirigida esta vez por el capitán español Juan Sebastián Elcano -cuyo nombre, por cierto, es honrado por la Armada en forma de uno de los más emblemáticos buques escuela del mundo-. Por fin, después de más de un año de expedición, alcanzan las islas Molucas solo con dos de los cinco barcos que partieron de Sevilla. En aquellos barcos, que tanto habían pasado hasta llegar allí, cargan las codiciadas especias -nuez moscada y clavo- como muestra de que, efectivamente, habían conseguido su objetivo; además de demostrar, por vez primera, que la Tierra es definitivamente redonda. Además, dichas especias, en la lejana Europa, valen su peso en oro, pues junto con la plata y el propio oro, son el sostén económico del poderío ibérico en el mundo. Estando enfrascados en ese intercambio de materias, llegan a los españoles noticias -a manos precisamente de un portugués llamado Alfonso de Lorosa- de que Portugal sabe de su presencia y ha enviado varias naves a darles caza. Ante tal amenaza, los dos navíos se ponen en marcha apresuradamente. Sin embargo, poco después de partir una de las naos, la Trinidad, sufre una grave avería y deben volver a puerto. Ante la amenaza inminente que supone ser apresados por los portugueses, y fracasar así cuando tan lejos habían llegado, los españoles deciden dejar la Trinidad allí reparándose mientras solo la Victoria, cargada de especias hasta arriba, volvería a España de forma inmediata. Esta decisión, tomada por unanimidad, refleja el valor extraordinario de aquellos hombres, pues aún con naves modernas y el instrumental más puntero del que se disponga, la travesía que tenían por delante era una auténtica locura. Imagínense ustedes lo que suponía para una nave de aquellas características.

Así pues la Victoria recorre miles de millas por territorio portugués, rodeando el continente africano por el sur y ascendiendo dirección norte siguiendo la costa occidental, siempre con el miedo de ser descubierto por los portugueses y expoliado. En septiembre de 1522, después de casi tres años de expedición, llegan a Sevilla unos hombres que son más esqueletos que seres humanos, más mendigos que marineros dignos de una de las mayores hazañas de la Historia. Solo dieciocho de los doscientos sesenta y cinco marineros que Magallanes contrató, allá por 1520. Entre aquellos dieciocho tipos, Pigafetta, cuyo relato hará eterno tan extraordinario viaje, pone pie en Sevilla. Milagrosamente vivo y entero. Los pocos que vuelven reciben en el puerto de Sevilla una bienvenida oficial, y se celebran festejos para honrar la aventura.


                                Representación de la nao Victoria, único navío superviviente de la expedición.


No le dio Pigafetta al rey Carlos ni oro ni plata, más sí le dio otras cosas a sus ojos más valiosas: entre otras cosas, aquel cuaderno, en el que el veneciano relataba todos y cada uno de los acontecimientos sucedidos en su viaje a las Molucas.  A pesar de todo ello, la ruta descubierta por Magallanes no resultó una vía comercial rentable, y no cobró la importancia esperada. Navegar aquellas aguas resultaba demasiado difícil. Y si no, que se lo pregunten al bueno de Pigafetta, que debió pasarse los años preguntándose si realmente había vuelto vivo, y si su cuerpo se había quedado junto con el de su comandante, allá por Filipinas; o  junto con el resto de los más de doscientos hombres que dieron sus huesos en el fondo del mar.

A pesar de todo ello, sería un gravísimo error no constatar la importancia de este viaje que, entre otras cosas, probó que la Tierra es, efectivamente, redonda, así como puso la primera piedra del dominio español de los mares, que se mantendría hasta que dicho trono nos fue arrebatado por Inglaterra, casi dos siglos después. La primera vuelta al mundo, capitaneada por un portugués y llevada a cabo por castellanos, supuso un hito para la historia de la Humanidad a la altura de la llegada del hombre a la Luna, pues en aquella época, como hemos visto, pocas cosas se tenían tan por seguras como que, llegado a cierto punto, los navíos se caen en una infinita catarata para acabar en una ''nada'' que no necesitaba cobrar forma alguna para resultar terriblemente aterradora en la mente de aquellas gentes, que forjaron el devenir no ya de nuestro país y del vecino, sino de Europa entera y, por extensión, de prácticamente todo el globo.


ZILD.

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