Que las relaciones entre España e
Inglaterra han sido siempre tirantes y conflictivas no es un secreto para
nadie. Desde muy temprano, durante la Alta Edad Media, ambas naciones tienen
sus primeros encontronazos: las alianzas entre Castilla y Francia encuentran el
freno de sus ambiciones con el eje Aragón-Inglaterra, durante -por ejemplo- la
Guerra de los Dos Pedros, entrado ya el siglo XIV. También durante la Guerra de
los Cien Años (que como puede adivinarse duró mucho, mucho tiempo) hubo
enfrentamientos entre ingleses y castellanos, que apoyaban a la corona francesa
en sus reclamaciones territoriales sobre Inglaterra y las posesiones de ésta en
el oeste y sudoeste de Francia, además del ambicionado ducado de Normandía. Sin
embargo, no se trataba de la enconada enemistad que habría de ser después, sino
de un conflicto de intereses. De los de toda la vida. Así, las relaciones entre
la corona castellana (ya por entonces la más poderosa de la Península a
expensas, quizás, de la portuguesa) y la inglesa no eran del todo negativas,
sino más bien distantes.
Batalla de La Rochelle (1372) entre la flota inglesa y la castellana. Todos los barcos ingleses son hundidos o capturados, y miles de hombres hechos prisioneros.
Con la llegada al trono de
Fernando II de Aragón y la unión de su reino con el de su muy querida Isabel I
(ya sabéis, esa con la cara rara que sale en tantos cuadros), se produce un
cambio de política encaminado a aislar al nuevo gran enemigo: Francia. Una
serie de políticas matrimoniales y de campañas militares forjan toda una serie
de alianzas cuyo máximo exponente lo encontramos en el matrimonio entre
Catalina de Aragón, hija de los Reyes Católicos, y el príncipe Arturo de Gales,
heredero del entonces rey de Inglaterra, Enrique VII. Con la muerte del
príncipe, Catalina contrae matrimonio con el infante Enrique, el futuro Enrique
VIII (el tipo gordo que sale también en muchos cuadros, y en un capítulo de Los
Simpson). Este rey, tan pronto como puede una vez accede al trono, trata de
situar a su país en primera línea internacional, mediando en el conflicto
italiano entre España y Francia e incluso ejerciendo de mediador entre el Papa
León X, el emperador Maximiliano I, Carlos I de España y Francisco I de
Francia, para conseguir apaciguar los ánimos y despertar la alerta contra la
amenaza turca.
Sin embargo, el imparable éxito
de Carlos, que acuña no solo la corona de Castilla y Aragón, sino también aquella que lo convierte en emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, comienza a despertar
preocupación en Inglaterra. El distanciamiento entre ambas potencias llega a un
nuevo punto de inflexión con el divorcio entre Enrique VIII y Catalina. Dicho
monarca es excomulgado de la Iglesia de Roma y funda su propia Iglesia (la
Anglicana) con tal de poder casarse con Ana Bolena sin el inevitable
impedimento eclesiástico. Se inicia así un periodo convulso en Inglaterra, pues
el pueblo sentía una gran simpatía por la que aún se consideraba a sí misma la
legítima reina de Inglaterra; tal es su peso en la época que incluso el
secretario mayor del Rey y su más acérrimo enemigo, Thomas Cromwell, diría de
ella: ''Si no fuera por su sexo, podría haber desafiado a todos los héroes de
la historia''. Pese a ello, Inglaterra apoya a España en las muchas guerras que
mantendrá con Francia durante mediados del siglo XVI. Un nuevo acercamiento se
produce cuando María I (hija de Catalina, a la que se conoce en la
historiografía inglesa como María la Sanguinaria, por sus duras persecuciones
religiosas después de someter de nuevo el reino a la autoridad del Papa) accede
al trono y favorece su casamiento con el primogénito del César, Felipe. A pesar
del matrimonio, nada cambia en la práctica para ninguna de las dos naciones
salvo en que, por algún tiempo, no se combaten entre ellas. Cuatro años
después, en noviembre de 1558, la reina fallece, muriendo con ella las
aspiraciones de Felipe de reforzar su poder sobre la corona de la que era
consorte. Sucediéndole Isabel I (hija de Ana Bolena), Felipe queda apartado de
la política inglesa al ser la nueva reina reacia a contraer matrimonio con él:
al contrario que su predecesora, Isabel no apoya la autoridad de Roma, por lo
que rompe de nuevo el vínculo con el Papado y vuelve a ''independizar'' la
Iglesia de Inglaterra. Las persecuciones, como no podía ser de otra forma, se
dan ahora con el bando contrario, los católicos; persecuciones que serán aún
más brutales durante el siglo XVII.
Catalina de Aragón, representada por Michel Sittow (fecha desconocida)
Con el inicio de la rebelión en
los Países Bajos se despiertan las simpatías de Inglaterra por los rebeldes,
llegando a prestar ayuda en forma de voluntarios y pertrechos para la causa
protestante, que sufre sonoros reveses tras la llegada del Duque de Alba con soldados
veteranos de los tercios, bien fogueados en las guerras italianas. A pesar de
esta ayuda descarada, España no mueve ficha todavía. Mientras tanto, los
perseguidos católicos llevan a cabo una serie de levantamientos en Inglaterra
contra la corona de Isabel I: la Conspiración de la Pólvora, con la ilustre
aparición de Guy Fawkes -sí, el de V de Vendetta-, un conspirador que había
luchado en Flandes enrolado en los tercios españoles. Todo ello despierta las
sospechas sobre el papel de España en toda la cuestión, y se vuelca la ira sobre
las embajadas españolas acusadas de promover, cuando no de organizar, dicho
levantamiento. Así las cosas, Isabel usa la situación como pretexto para dar rienda suelta a los siempre
recurrentes piratas ingleses: ataques contra el comercio español en las Indias,
el asalto de Drake sobre Panamá y el saqueo, a al mando otra vez del susodicho,
de Cádiz (1587).
Abiertas definitivamente las
hostilidades, la respuesta española no tardó en llegar. Es aquí cuando se
produce el desastroso episodio de la Gran y Felicísima Armada (la Armada
Invencible, según la nombraron los anglosajones con no poca sorna) en 1588,
tenido tradicionalmente por una hecatombe militar de enormes proporciones. La
verdad, sin embargo, es muy distinta: que la nutrida flota del marqués de
Medina Sidonia encontró su final muy precipitadamente es innegable; que la
Monarquía Hispánica se recuperó pronto y con más fuerza, también. Se creó la
Armada de Barlovento, se amplió la flota de la Armada del Mar Océano, se mejoraron
diversas fortificaciones y las comunicaciones con Flandes y se impulsó un
programa de construcción naval. Empujados por el optimismo de la fácil victoria
(más fueron las tempestades las que tumbaron a la Gran Armada, aunque la Armada
Real también colaboró lo suyo en el asunto cerca de Plymouth), los ingleses
armaron la famosa Contraarmada, una flota dirigida por el propio Francis Drake
aún mayor y más temible que la Armada Invencible que, sin embargo, encontró
igual destino: su ataque se estrelló contra la heroica defensa de La Coruña gracias
a María Pita y sus ovarios hercúleos; ya sabéis, peleando a los 12.000 ingleses
al grito de ''¡quien tenga honra, que me siga!''). Corrieron la misma suerte en
Lisboa, donde pretendían provocar una rebelión portuguesa contra Felipe II. Cayó
así la Contraarmada, sin tormentas ni excusas. A este revés se suma la
fracasada expedición de Drake y Hawkins en 1594 contra las Indias occidentales,
perdiendo ambos la vida y 25 de sus 30 naves. Este respiro da a España una
oportunidad: en Irlanda, a la retaguardia de Inglaterra, acontece una
sublevación contra el dominio inglés en la región, vigente desde el siglo XII.
Ahora que la corona inglesa estaba ocupada en sus asuntos, los españoles
pudieron comenzar a forjar un nuevo plan de invasión, esta vez no a través del
Canal de la Mancha, sino a través de Irlanda; en principio más sencillo por ser
muchos irlandeses católicos y compartir con los españoles su animadversión
hacia el inglés. Pero no nos precipitemos. Rebobinemos, y situémonos en la
Irlanda de la alta Edad Media.
La Gran Armada, o Armada Invencible, al momento de su partida (1588). Autor desconocido.
Durante los siglos XII-XIII
Irlanda había sufrido tiempos difíciles. El control de la isla había oscilado
entre el inestable reinado de Leinster Dermot Macmurrough, el dominio de los
nobles que lo depusieron, el control al que son sometidos por los normandos una
vez éstos conquistan la región y el reinado de Enrique II de Plantagenet, rey
de Inglaterra que tomó posesión de la región mediante las armas y una astuta
política de asimilación de las élites irlandesas: creó así una nueva ''clase
social'' en la región, señores anglo-irlandeses que controlaban el territorio a
cambio del vasallaje a la Corona. La guerra entre la Inglaterra de Eduardo II y
la Escocia de Robert de Bruce (un verdadero Braveheart, no ese de Mel Gibson) dividió
la isla por cuanto unos nobles (el clan O'Neill de Ulster, por ejemplo)
apoyaban las aspiraciones independentistas escocesas mientras que otros, los
anglo-irlandeses (Leinster, Munster y Connacht), apoyaban a Inglaterra. El caso
es que, mientras durante los siglos XIII-XIV los intentos de sumisión que se
llevan a cabo desde Inglaterra tienen un resultado más bien tibio, para
mediados del siglo XVI Enrique VIII crea formalmente el Reino de Irlanda (1541),
con él como monarca. De este modo, Irlanda quedaba sometida al dominio no ya de
un lord diputado inglés que sirviera como una suerte de gobernador en la isla,
sino al mismísimo Rey de Inglaterra.
Aunque a ello siguieron algunos
años de calma, hacia 1569 se produce la revuelta de los Fitzgerald de Desmond,
que competían con los Butler de Ormonde por la hegemonía del territorio de
Munster, al sur de Irlanda. Aunque vencieron estos últimos, la cuestión no
quedó ahí y a esta revuelta le siguieron otras menores pero igualmente
sangrientas que quedaron finalmente apaciguadas por un perdón general; no
obstante, las condiciones impuestas por los ingleses (grandes impuestos,
prohibición a los clanes de tener su propio ejército, etc.) despiertan la
semilla del rencor y empeoran el ánimo de los irlandeses. En 1579 estalla una
nueva revuelta que se extiende hasta 1583, inmiscuyéndose la Santa Sede
mediante el envío de voluntarios católicos. Pese a que el resultado es el
mismo, la situación es ya lamentable: se calcula que un tercio de la población
civil de la provincia de Munster perdió la vida. Hacia 1590 Irlanda estaba
prácticamente subyugada al dominio inglés, salvo la zona norte de los clanes
O'Neill y O'Donnell y los hiberno-escoceses de los MacDonnell, controlando
entre los tres la provincia de Ulster.
Hugh O'Neill, II Conde de Tyrone, pintado por William Holl.
Hugh O'Neill, II Conde de Tyrone, pintado por William Holl.
Ese mismo año se da inicio a la
Guerra de los Nueve Años, entre estos nobles y las tropas inglesas enviadas a
someter esta provincia rebelde. Las fuerzas de Banegal -enviado por la Corona
para sofocar la rebelión y asegurar el control de la provincia- sufren un
hostigamiento continuo por parte no ya de una mera partida de guerreros armados
con armas antiguas y roñosas, sino de un ejército en toda regla que poseía
picas, arcabuces e incluso caballería. De estos embates los ingleses no salen
bien parados. La autoridad inglesa decide parlamentar, aunque debido a las
condiciones que exponen unos y otros las negociaciones se dilatan en el tiempo. Este cese de hostilidades es aprovechado ambos contendientes para rearmarse, mientras España intenta evitar la paz
enviando oficiales a la isla (los alféreces Alonso Cobos y Domingo Ochoa), con
intención de recabar información geográfica y política, además de tratar de
convencer a los nobles irlandeses de seguir en armas contra Inglaterra. A esto acceden los irlandeses, siempre y cuando la Corona española se involucre con decisión enviando tropas y pertrechos.
Tras una breve tregua, los clanes
rebeldes vuelven a la carga y derrotan estrepitosamente al ejército realista en
la batalla de Yellow Ford, donde mueren más de 900 ingleses, refugiándose los
restos del ejército en la fortaleza de Armahg, pese a lo cual son sitiados y
terminan rindiéndose tres días después. Los irlandeses capturan todas sus armas
y vituallas, además de conseguir el apoyo de más de un millar de
anglo-irlandeses que desertaron del bando inglés. Muchos de los que se encontraban
expectantes ante los acontecimientos se unieron a la rebelión, incluidos clanes
importantes del sur de la isla (provincia de Munster), seguros ahora de que el
ejército inglés en Irlanda estaba debilitado y podía vencerse. Tras un breve
periodo de pánico, la Corona reacciona y envía a un nuevo líder, Robert
Devereux (Conde de Essex), al mando de una formidable fuerza militar: 16.000
infantes, entre los que había 2.000 veteranos de las guerras de los Países
Bajos, acompañados por casi 1.300 jinetes. Devereux buscó la aprobación de la
Reina respecto a un plan combinado que permitiera la invasión por vía terrestre y
naval; no obstante, el temor de Isabel I a una pronta invasión española le hizo
imposible contar con buques para ello, pues eran todos necesarios para la
hipotética defensa.
Robert Devereux, II Conde de Essex, por Marcus Gheeraerts
Robert Devereux, II Conde de Essex, por Marcus Gheeraerts
La campaña del conde de Essex
comenzó con algunos éxitos propagandísticos sobre pequeñas plazas rebeldes; no
obstante, nada reseñable consiguió. A medida que pasaba el tiempo, su
persecución de las tropas rebeldes irlandesas mandadas por O'Neill era más y
más cuestionada. Una victoria le era ya imprescindible, a tenor de sufrir la
ira de la Reina (cuyo Secretario de Estado era, por cierto, enemigo de
Devereux). Con el objetivo de cubrir más terreno, Devereux dividió la fuerza en
dos columnas, mandando él el grueso del ejército y dejando a sir Conveys
Clifford unos 2.000 hombres para proseguir la marcha. Hacia julio, las
fuerzas realistas de este último convergieron en las montañas Curlew, donde el
estrecho de Curlew Pass era la puerta de entrada. Se adentraron los ingleses
por el desfiladero, encontrando en él un parapeto de ramas y piedras desde
donde, parecía, una pequeña fuerza les hacía fuego. Creyendo que se trataba de
una simple escaramuza, Clifford ordenó a la columna avanzar e iniciar la persecución
de los rebeldes. El pobre diablo no sabía dónde se metía. Con toda su fuerza en
el desfiladero, se encontraron los ingleses rodeados por todos los flancos por
los irlandeses de O'Donnell, quienes disparaban con muchas ganas y sin parar.
Privados de escape y con Clifford muerto en la refriega, solo la valerosa carga
colina arriba del capitán sir Griffin Markham permitió abrir una brecha por el
que escaparon algunos ingleses, evitando así un desastre aún mayor.
Firmándose en 1599 una tregua
entre ambas partes, la Corona inglesa destituye del mando a Devereux por un
nuevo lord diputado: Charles Blount, barón de Mountjoy, quien será de hecho uno
de los más capaces líderes ingleses de la guerra. Blount, que no tenía
un pelo de tonto, era tan consciente de que sus predecesores habían subestimado
a los irlandeses como que la alianza de clanes que daba forma a la rebelión estaba
sustentada en poco más que éxitos puntuales, teniendo por tanto unos cimientos relativamente débiles. De igual manera, un nuevo fracaso inglés similar al de Yellow Ford o Curlew
Pass podía hacer desertar a los nobles irlandeses que apoyaban la causa
realista. Mientras tanto, los irlandeses tratan de mantener el contacto con España, dando fruto sus esfuerzos poco después al recibirse en Ulster una serie de misivas informando de
la preparación de una expedición española a Irlanda, acompañadas de grandes cantidades
de armas y suministros. Reanudadas poco después las hostilidades, será en la
batalla de Mory Pass donde ambas fuerzas se enfrenten de nuevo, aunque sin un
resultado destacable para ninguno de los dos.
Después de estos embates Mountjoy
decide reestructurar su ejército. Además, se diferenció de sus predecesores en
que, a diferencia de éstos que operaban solo en verano, él no solo aprovechó
los meses invernales sino que intensificó su actividad en dicha época. Ejemplo de ello son sus campañas durante el
invierno de 1600, en las que logró destruir gran parte
de las provisiones de los rebeldes de la zona de Ulster. Mientras tanto, en Munster, los realistas
llevaban a cabo una política dura de detenciones de sospechosos, eliminando
progresivamente todo atisbo de resistencia en el sur mientras Mountjoy hacía lo
propio en el norte. Para finales de 1601 la situación estaba controlada en casi
toda la isla, restando solo la preocupación por una eventual invasión española.
Así están las cosas mientras España e Inglaterra se enfrentan aquí y allá,
destacando con especial dureza la guerra de los Países Bajos. Tras algunos
intentos en que España armó infructuosamente poderosas flotas de invasión,
derrotadas todas ellas por los elementos naturales (1596 y 1597), en 1598
Felipe II ordenó planificar una nueva expedición. Es en estas que el monarca
español muere, y todos sus planes quedan, al menos de momento, paralizados.
Con la subida al trono de Felipe
III, se reafirma la voluntad española de doblegar Inglaterra. A este respecto,
los historiadores no se ponen de acuerdo exactamente en porqué Felipe siguió
los planes de su padre: quizás para darle un impulso militar a su reinado,
quizás para vengar el sonado fracaso de la Gran Armada o, quizás, por una mera
cuestión de reputación. Lo que está claro es que el nuevo monarca impulsó en
sus primeros años una política basada en la consecución de los máximos méritos
a través del mínimo gasto de recursos posible. Los beneficios de un éxito en la
anexión de Irlanda eran muchos y variados: no solo un nuevo territorio al que
extender la soberanía española, sino también y por ejemplo unos ricos recursos
naturales, una amplia cantera de tropa para nutrir los ejércitos y tener una
base desde la que ejercer presión en la retaguardia inglesa. Ya en 1596 se
había declarado a los líderes irlandeses la necesidad y beneficios de
declararse súbditos españoles; basando su argumentación no solo en razones
políticas sino también en una reconocida leyenda, que había quedado recogida
hacia el siglo XII en una obra pseudo-histórica (The Book of Invasions) según la cual un antiguo rey de aquellas
tierras, de nombre Milesius, provenía en realidad de Cantabria.
Felipe III, representado por Juan Pantoja de la Cruz (hacia 1606).
Felipe III, representado por Juan Pantoja de la Cruz (hacia 1606).
En ese mismo sentido habían
obrado O'Neill y O'Donnell (recuerden, los más poderosos caudillos líderes de
la rebelión irlandesa), enviando misivas a España en la que siempre se habían
mostrado inclinados a reconocer la soberanía española sobre aquella tierra,
firmando las cartas declarándose ''sus súbditos''. Quedaba claro así su interés
en que el Imperio Español fuera garante de la independencia irlandesa. Esto se
debe, entre otras cosas, a que el régimen multinacional del Imperio era menos
autoritario que aquel que el inglés quería imponer en Irlanda. Podría haber
quedado así encuadrado en el territorio como un virreinato -como era Nápoles-,
o un territorio de soberanía propia, como Flandes.
Después de una serie de pequeñas
expediciones de exploración, quedó claro que la situación de la rebelión hacia
1599 era desesperada. A estas vueltas de reconocimiento acompañan importantes
envíos de armas, municiones y vituallas para los irlandeses, en cantidades nada
despreciables que aumentaron aún más hacia el año 1600. Al año siguiente, solo
la prudente reticencia del Consejo de Estado impidió que se enviara una nueva
flota; pensaban con razón que era demasiado precipitado, teniendo en cuenta la
cantidad de preparativos que requería la cuestión. En ese momento, una serie de
reveses causan desconcierto en España: la humillante derrota de Nieuwport (2 de
julio de 1600), la primera vez que un ejército combinado anglo-holandés
derrotaba a un ejército español en batalla campal; y las infructuosas
negociaciones entre España, Inglaterra y las Provincias Unidas en Boulogne
(Francia) están cerca de dar al traste con toda la operación. Hay que tener en
cuenta que, para aquella época, España mantenía abiertos cinco grandes frentes:
la constante sangría en Flandes, la cruda situación en Milán y Saboya ante una
posible invasión francesa, la guerra en Hungría contra el turco y la cuestión
irlandesa. Sin embargo, entre 1600-1601 la situación da un pequeño respiroque es aprovechado para armar la flota y reclutar hombres, a cuyo
frente se colocan individuos de probada reputación: por tierra tendría el mando
Antonio Zúñiga, organizador de las anteriores empresas frustradas y, dirigiendo
la flota, Diego Brochero, Capitán General de la Armada del Mar Océano. En los
meses siguientes se reúnen numerosos barcos y se recluta tripulaciones
profesionales en Galicia, Asturias y Vascongadas, sumándose también a la
iniciativa irlandeses y escoceses reclutados en las costas de Irlanda en las
expediciones de reconocimiento, además de desertores ingleses del anterior
asalto a Cádiz. Sin embargo, como suele pasar, las estimaciones de la Corte no
tenían nada que ver con la realidad. No se disponían ni de los hombres ni del
dinero para reclutar una fuerza del tamaño deseado, que rondaría -según
informes- unos 6.000 hombres bien cabreados y listos para repartir desgracias.
Las continuas quejas a este respecto de Zúñiga le hacen ganarse su destitución,
siendo relevado por Juan del Águila, quien se pone al mando de la menguada fuerza
terrestre. Felipe III contaba con que, una vez llegados a las costas
irlandesas, las tropas españolas despertarían el ánimo de los rebeldes y harían
a muchos unirse a su causa, uniéndose también los ejércitos ya formados de
O'Neill y O'Donnell y constituyendo, todo ello, una fuerza más pareja a las que
el inglés podía presentar.
Posesiones de la Monarquía Hispánica durante la Unificación Ibérica (1581-1668). En rojo, los territorios españoles; en azul, los pertenecientes al imperio portugués.
Con todos los preparativos
hechos, el 26 de julio se da la orden de zarpar. Ante la ausencia en las
órdenes recibidas de un lugar de desembarco concreto, tanto del Águila como su
consejo de guerra se enzarzan en acaloradas discusiones sobre dónde dirigir su
fuerza: al norte, y contar con la ayuda de los nobles irlandeses aunque a costa de carecer de recursos con los que abastecerse y quedar descartado el envío de refuerzos, o al sur, donde tendrían vituallas de sobra y podrían
contar con un levantamiento popular contra el dominio inglés.
Finalmente, dado que del Águila tenía la decisión última, se optó por
desembarcar al sur, pese a los consejos de los miembros de la expedición que
mejor conocían la situación real de los rebeldes y la topografía de las costas
irlandesas. Una vez en tierra el ejercito se dirigiría a la localidad portuaria
de Kinsale; reservando Cork (que debía, por su importancia, estar mejor
fortificado) como segunda opción.
Mapa de Irlanda: la zona de Leinster estaba bajo fuerte dominio inglés, siendo éste algo más tibio en Connacht; al norte y al sur, las provincias rebeldes de Ulster y Munster, respectivamente.
Mapa de Irlanda: la zona de Leinster estaba bajo fuerte dominio inglés, siendo éste algo más tibio en Connacht; al norte y al sur, las provincias rebeldes de Ulster y Munster, respectivamente.
El inglés, por su parte, recibía
de todo esto información confusa. Además de suponer el desembarco español en la
costa occidental (en Galway, más concretamente), recibieron datos erróneos
sobre la fuerza invasora: según sus informes, a las órdenes de Pedro Enríquez,
conde de Fuentes, marchaban unos 10.000 italianos y 15.000 alemanes, así como
una vasta flota de más de cien buques, a las que se sumarían unas treinta
galeras de Génova. La fuerza real, sin embargo, era mucho menor: la flota se
componía de treinta naves -veinte de la Corona y el resto particulares,
alquiladas o requisadas-, 1.383 marineros y 4.432 soldados. Además, se llevaban
164.481 escudos destinados a pagar las soldadas, adquirir provisiones y
subvencionar a los rebeldes. En resumen: no siempre la inteligencia inglesa ha
estado a la altura de James Bond. Los españoles, por su parte, haciendo gala de
la escasa previsión que caracteriza habitualmente al país, no tardaron en darse
cuenta de que iban faltos de casi todo. Provisiones, armamento, munición,
ropas, etc. Vamos, lo usual.
En el trayecto hacia Irlanda, la
escuadra es sorprendida por un temporal que dispersa las naves y obliga a
algunas a regresar. Habiéndose decidido previamente que, de suceder esto, los
barcos debían dirigirse hacia Kinsale y reunirse allí, llegan al punto convenido
la mayoría de buques hacia el 2 de octubre. No obstante, a pesar de que la
flota llega en buen estado, los buques rezagados no son poca cosa, pues en
ellos van casi 700 soldados -otras fuentes elevan la cifra a 1.000-; que se
pierden para la expedición con su vuelta forzosa a España. A pesar del serio
inconveniente, la flota logra sorprender a los 400 habitantes de la ciudad, que
ven cómo un buen número de chalupas (botes o lanchas, para los amigos) llevan
hacia ellos a un montón de españoles barbados y con caras de mala leche.
Rápidamente se hacen con el control de la plaza sin derramamiento de sangre.
La guarnición, formada por 150 infantes a las órdenes de sir Richard Piercy, es
desarmada y conducida un par de kilómetros hacia el interior, donde son
liberados. Comienza desde ese mismo momento la fortificación de la ciudad,
después de un discurso de Juan del Águila hacia la población donde cuenta un
par de verdades y un par de milongas respecto a la intención con que han ido a
parar allí. Se organizan trincheras y parapetos, se fortifican áreas claves
reforzándolas con las escasas piezas de artillería con que cuentan (apenas dos
cañones pesados y otros dos medios) y se prepara exhaustivamente la defensa de
la ciudad a sabiendas de que se trataba de una posición poco propicia para
resistir un ataque. La recepción de los irlandeses, por otra parte, fue mucho
más gélida de lo que en principio se pensó. Apenas unos pocos rebeldes se
sumaron a del Águila tras el desembarco, y ninguna respuesta se tuvo de
O'Donnell ni de O'Neill, a pesar de los mensajes enviados desde Kinsale hacia
el norte de Irlanda. Solo se tuvo respuesta de un tal Donal O'Sullivan Beare
-su clan ocupaba el extremo suroccidental de la isla-, que ponía a disposición
de los invasores sus 2.000 hombres, de los cuales la mitad tenían que ser
armados por los propios españoles. Receloso del Águila de esta súbita amistad
de la que no había tenido noticias antes, y que ahora le pedía enviarle una
gran cantidad de armas, pertrechos y municiones a cambio de una eventual ayuda,
le contestó que debía esperar instrucciones desde España (en
resumidas cuentas, no se fiaba un pelo del tipo y le dio largas). Más tarde,
para su desgracia, se comprobó que el ofrecimiento de O'Sullivan era sincero.
Donal O'Sullivan Beare, autor desconocido.
Donal O'Sullivan Beare, autor desconocido.
El inglés, por su parte, ya
estaba -por fin- enterado de todo. Mountjoy da orden a todas las guarniciones
de enviarle tantos hombres como estén disponibles para marchar sobre Kinsale y
bloquearla, reuniendo a los pocos días en Cork una fuerza de más de 5.000
soldados. El 10 de octubre envía Mountjoy a 1.000 infantes y 500 jinetes hacia
la ciudad para reconocer la fuerza y las defensas españolas, a lo que del
Águila responde enviando a 500 de sus hombres para batirlos, cosa que hacen. Después de sufrir alrededor de cien bajas -por solo veinte españolas-, los
ingleses se retiran. En esas fechas, O'Neill recibe las noticias del desembarco
español y la alegría súbita da paso a una franca decepción, al ser consciente
del escaso número en que se contaban éstos. A la petición de ayuda de Juan del
Águila, O'Neill tiene difícil respuesta. Su propio territorio está ocupado y
sus hombres carecen de entrenamiento. Además, para colmo de desgracias, ahora los españoles le piden que deje
desprotegidas sus posesiones para marchar al sur, a expensas del mal tiempo y
de los ejércitos ingleses que infestaban la provincia de Ulster, derrotando a
los sitiadores con la ayuda española y reuniéndose con ellos en una región
asolada por la guerra que, para más inri, poco podía aportar para el sostenimiento de la fuerza
combinada de ambos ejércitos. O'Donnell,
por su parte, se encontraba en situación parecida: de poca fuerza podía
prescindir en aquellos momentos para ayuda de los españoles, encontrándose como
estaba con no pocos problemas en su propio territorio. Así, los dos grandes
caudillos rebeldes se encontraban con una decisión imposible. Abandonar sus
tierras en la peor estación del año, al mando de ejércitos poco o nada
preparados, para auxiliar a una fuerza española escasa en número y que, además,
había cometido el error -según pensaban ellos- de desembarcar en el sur,
obligándoles a marchar una gran distancia llena de peligros para reunirse con
ellos en una batalla de imprevisible resultado. Así, por el momento los
irlandeses deciden no responder.
Hacia el 26 de octubre, con una
fuerza de 7.000 infantes y 600 jinetes bajo su mando, Mountjoy pone sitio a
Kinsale, estableciendo su campamento en una ventajosa colina que le permitía
dominar los alrededores y recibir de forma segura y continua pertrechos para su
ejército. Del Águila intentó repetidamente entorpecer sus trabajos, pero nada
pudo hacer cuando los ingleses formaron con toda su fuerza en campo abierto:
sabedor de su inferioridad numérica, rehusó el combate. Ambos líderes enviaron
misivas a sus respectivos gobiernos en busca de ayuda, prometiéndosele a
Mountjoy el envío de 4.000 hombres para noviembre, mientras que Felipe III
ordenó el embarque urgente de 1.000 tropas para socorrer a Del Águila. Los
refuerzos ingleses llegaron. A los españoles, sin embargo, no se les vio el
pelo. Para principios de noviembre, las fuerzas inglesas comenzaron el ataque
sobre Kinsale, tomando varias trincheras y cortando las líneas españolas,
gracias a lo cual consiguieron aislar el fuerte que guarnecía la ciudad, al
mando en ese momento del alférez Páez de Clavijo. Aunque un contraataque español
a las posiciones inglesas hizo mucho daño, éstos se recuperaron pronto y
expulsaron de nuevo a los defensores del terreno tomado. El brutal bombardeo
contra el fuerte obliga a su guarnición a rendirse a finales del día siguiente,
cuando no quedaba ya nadie en él capaz de empuñar un arma.
En estas que los clanes rebeldes deciden
por fin marchar hacia el sur, al mando de 3.000 hombres y 600 jinetes, consiguiendo
por una chispa de suerte evitar los ejércitos enviados en su contra. Para
entonces, Mountjoy recibe refuerzos y suma ya 11.000 soldados y más de 800
jinetes. En España, la situación causa un intenso debate en el consejo: la
falta de visión estratégica estaba acabando con toda posibilidad de éxito para
Del Águila. Se acuerda enviar con urgencia un nuevo ejército de refuerzo desde
Galicia, formado principalmente por veteranos gallegos y portugueses. El 6 de
diciembre parten de La Coruña diez barcos con 900 hombres a bordo y gran cantidad
de provisiones, al mando de Pedro López de Soto y Pedro de Zubiaur. De nuevo el
clima se puso en contra de su suerte, y varias naves hubieron de dar media
vuelta; sin embargo, al grueso de la escuadra le fue posible llegar hasta el
pequeño puerto de Castelhaven, donde desembarcaron 650 hombres y esparcieron el
rumor de que eran solo una avanzadilla de un ejército de más de 3.000 hombres
-idea de López de Soto-; lo que resultó un acierto pues la voz se corrió como
la pólvora y causó un gran impacto en los ánimos ingleses. Sin embargo, el
asedio sobre Kinsale seguía en marcha, y pese a que las nuevas salidas de los
españoles seguían destruyendo posiciones artilladas y causando gran número de
bajas, no servían más que para negar a Mountjoy la posibilidad de un ataque
frontal a la ciudad ante la evidente superioridad en el cuerpo a cuerpo de las
tropas españolas. Según éstos últimos, dichas salidas habían causado casi 1.500
bajas al inglés, lo que junto con la promesa -ficticia- de ese gran ejército de
refuerzo convenció finalmente a unos 3.000 irlandeses, de los clanes O'Driscoll
More y O'Sullivan Beare (sí, el que se había ofrecido desde el principio), de
sumarse a los españoles atrincherados en Castelhaven.
Mapa de la batalla: arriba en el centro puede verse Kinsale, rodeada de empalizadas y campamentos ingleses; además de ser cercada por mar por la flota inglesa, que ante la ausencia de buques españoles podía bombardear la ciudad a su antojo. De ahí hacia abajo la red de fortificaciones erigida por Mountjoy para garantizar su línea de suministro. A la derecha, el ejército irlandés de O'Neill y O'Donnell, a su llegada a las inmediaciones de la ciudad.
Mapa de la batalla: arriba en el centro puede verse Kinsale, rodeada de empalizadas y campamentos ingleses; además de ser cercada por mar por la flota inglesa, que ante la ausencia de buques españoles podía bombardear la ciudad a su antojo. De ahí hacia abajo la red de fortificaciones erigida por Mountjoy para garantizar su línea de suministro. A la derecha, el ejército irlandés de O'Neill y O'Donnell, a su llegada a las inmediaciones de la ciudad.
Mountjoy estrechó el cerco aún
más sobre Kinsale, y la desesperación en que se empezaban a ver los españoles
los empujó a hacer una nueva salida, con 1.500 hombres -la mitad de la fuerza-
que causaron más de 700 bajas y destruyeron 20 cañones. No obstante, no
pudieron llegar a los campamentos ingleses, por lo que hubieron de retirarse
sin causar más daño. Los combates siguieron desarrollándose tanto allí como en
Castelhaven, con suerte favorable a las armas españolas, lo que hizo despertar
a más clanes irlandeses que juraron fidelidad de Felipe III y aportaron más
tropas, aunque no en gran número. Los rebeldes consiguieron, a base de muchas
agallas, cortar las líneas de suministro inglesas que servían a los sitiadores
de Kinsale, haciendo que casi desistieran del empeño por hambre. Para el 20 de
diciembre, un recuento ordenado por Mountjoy evidenció la proximidad del
desastre. Solo tenía operativos 6.000 hombres, habiendo muerto el resto o
contándose entre los muchos heridos y enfermos. Más aún aumentó su preocupación
cuando los irlandeses formaron frente a él, bloqueándolo entre su fuerza y la
propia ciudad. Aunque se debatió un ataque simultáneo entre los dos ejércitos que
pillara por sorpresa al inglés, nada se sacó en claro. Parece ser que una
confusión hizo a los irlandeses - entre los que se encontraban los españoles de
Castelhaven- avanzar contra el enemigo, para luego retirarse ante la ausencia
de un ataque desde la ciudad que acabara con la retaguardia inglesa.
Mientras se retiraban con poco
orden, Mountjoy ordenó al grueso de su fuerza perseguir a los rebeldes, que lo
condujeron a un terreno pantanoso con la esperanza de anular así el poder de su
caballería, formando la infantería irlandesa a la manera de un ''cuadro'' de
tercio español. Después de detener una primera carga, O'Neill envió a su
caballería a interceptar a los jinetes ingleses, que se habían reorganizado en
mayor número y volvían sobre sus pasos. Pronto quedó clara la superioridad de
la caballería inglesa, volviendo grupas desordenadamente los jinetes irlandeses
quienes, en su alocada huída, cargaron contra su propia infantería. Mountjoy,
que vio rápido la ventaja, ordenó cargar a toda su caballería contra el confuso
''tercio'' irlandés. Una desafortunada explosión de un barril de pólvora en el
centro del cuadro hizo huir despavoridos a todos los hombres, siendo
perseguidos sin miramientos por la caballería inglesa. Según la historiografía
inglesa, unos 1.300 irlandeses perdieron la vida en la batalla, sufriendo ellos
no más de 15 o 20 bajas; aunque otras fuentes afirman que las bajas inglesas
ascendían al centenar. Hacia mediodía, Mountjoy regresaba a su posición y hacía
pasear frente a las líneas de Del Águila las insignias capturadas, entre las que destacaban algunas españolas.
Cuadros de tercios españoles en la batalla de Nordlingen (1634). Pueden apreciarse las cerradas formaciones de piqueros y coseletes (centro), así como las unidades de arcabuceros cubriendo las mangas (flancos de la formación). En conjunto, constituían un muro de fuego y picas que los hizo invencibles en campo abierto durante casi un siglo.
El motivo de esta falta de
cooperación no está claro: algunos historiadores opinan que Del Águila pensó
que el fragor de la batalla que se oía desde su posición era un señuelo inglés
para hacerlo salir, y por eso quedó defendiendo Kinsale en lugar de atacar el
campamento inglés. Por otra parte, otros -no pocos- opinan que la falta de
liderazgo militar de Del Águila fue causa principal de la derrota. Lo que está
claro es que tanto los españoles como los propios irlandeses cometieron serios
errores de planificación que dieron ventaja en todo momento a las tropas de
Mountjoy. Los españoles, faltos de hombres y armas, arriesgaban quizás
demasiado saliendo de la posición defensiva para enfrentar una batalla
imprevisible (acerca del plan que trazaron tanto Del Águila como los clanes
rebeldes para romper el cerco sobre Kinsale nadie se pone de acuerdo); los
irlandeses, por su parte, sobreestimaron sus fuerzas y enfrentaron tropas poco
entrenadas y armadas de mala manera a un ejército bien fogueado y perfectamente
pertrechado de armas y munición. O'Neill trató en todo momento de combatir a la
manera ''moderna'', cuando su ejército en realidad estaba solo preparado para
luchar como lo habían hecho en Curlew Pass o Yellow Ford, mediante emboscadas y
tácticas de guerrilla. Aún valerosos, de nada habían servido los esfuerzos
irlandeses por socorrer Kinsale, que siguió sitiada y ya sin esperanza de
socorro. De esto se culpaban los unos a los otros; ciertamente, Del Aguila no
movió un pelo por salir de su posición en ayuda de los irlandeses, pero no hay
que olvidar que éstos no atacaron las posiciones inglesas, como parecía estar previsto
en un principio, sino que se retiraron y combatieron cuando ya la huida era
imposible, y el socorro de los españoles improbable.
Aprovechando el desconcierto de
la derrota, Mountjoy envió a sir William Godolphin a Kinsale para solicitar la
rendición incondicional de los españoles, pero éstos le dieron un par de
palmaditas en la espalda y lo mandaron de vuelta. Siguieron ofreciendo una
resistencia extrema que causó, durante varios días, grandes bajas al inglés,
que quedó convencido de que, aún con la ventaja, la toma de la ciudad pasaba
por perder a una ingente cantidad de tropas. Ofreció entonces el caudillo
inglés una rendición pactada y honrosa: se garantizaría la salida de la ciudad
de forma segura, con todas las armas e insignias, y a cambio de la devolución
de las plazas tomadas se facilitarían naves para el retorno del ejército a
España. Consciente de las ventajas del pacto, Del Águila aceptó, con la
condición de que se perdonase a las poblaciones irlandesas que los habían
acogido y ayudado. El 12 de enero se firmaba la rendición, y el 2 de agosto de
1602 llegaban los primeros barcos al puerto de La Coruña. Los expedicionarios
fueron mal recibidos por la opinión pública, siendo culpados de la pérdida de
las plazas tomadas y acusados de no ofrecer una resistencia numantina contra el
enemigo inglés; no obstante, nada pudieron hacer ellos contra todos los errores
cometidos por la cadena de mando española. Ante el lamentable estado en que
llegaron muchos de ellos, con ropas empobrecidas, delgados por las privaciones
y la salud maltrecha, Del
Águila donó los 59.600 escudos restantes de la expedición a la construcción de
un hospital para asistir a los enfermos y mutilados.
Pronto se organizó una
investigación para dilucidar quién tenía responsabilidad en el fracaso de la
expedición, conociéndose el resultado el 12 de julio de 1603. Se culpaba a Del
Águila, López de Soto y Zubiaur de la derrota de la empresa irlandesa, aunque
ninguno de ellos sufrió las consecuencias de dicho veredicto: Del Águila murió
poco después, y sus dos camaradas fueron absueltos por Felipe III. La guerra en
Irlanda continuó algún tiempo, y hasta amenazó con quebrar económicamente a
Inglaterra (el costo de la guerra entre 1594 y 1603 fue de más de dos millones
de libras), pero poco después los restantes rebeldes se rendían a las fuerzas
de Mountjoy con la condición de ser respetada su vida y sus posesiones, algo
que garantizó el nuevo rey que ocupó el trono tras la muerte, en 1603, de
Isabel I. Se cerraba así un capítulo que cerca estuvo de cambiar para siempre
la Historia, no habiendo después una guerra o levantamiento con éxitos tan
contundentes hasta la guerra de independencia de 1919.
Aunque la problemática irlandesa
siguió latente, como se ha dicho, hasta bien entrado el siglo XX, nada tiene que ver con aquella
vez en que Irlanda, por la gracia de sus líderes y para desesperación de la
Corona inglesa, estuvo a un paso de ser española.
PD.: A este respecto, y para ampliar la información, recomiendo a quien interese la genialísima obra de Alberto Raúl Estéban Rivas y Tomás San Clemente de Mingo, ''La Batalla de Kinsale: la Expedición de Juan de Águila a Irlanda (HRM Ediciones).
ZILD
PD.: A este respecto, y para ampliar la información, recomiendo a quien interese la genialísima obra de Alberto Raúl Estéban Rivas y Tomás San Clemente de Mingo, ''La Batalla de Kinsale: la Expedición de Juan de Águila a Irlanda (HRM Ediciones).
ZILD