sábado, 4 de marzo de 2017

Crónica y relato de lo que pudo ser, y no fue.

Que las relaciones entre España e Inglaterra han sido siempre tirantes y conflictivas no es un secreto para nadie. Desde muy temprano, durante la Alta Edad Media, ambas naciones tienen sus primeros encontronazos: las alianzas entre Castilla y Francia encuentran el freno de sus ambiciones con el eje Aragón-Inglaterra, durante -por ejemplo- la Guerra de los Dos Pedros, entrado ya el siglo XIV. También durante la Guerra de los Cien Años (que como puede adivinarse duró mucho, mucho tiempo) hubo enfrentamientos entre ingleses y castellanos, que apoyaban a la corona francesa en sus reclamaciones territoriales sobre Inglaterra y las posesiones de ésta en el oeste y sudoeste de Francia, además del ambicionado ducado de Normandía. Sin embargo, no se trataba de la enconada enemistad que habría de ser después, sino de un conflicto de intereses. De los de toda la vida. Así, las relaciones entre la corona castellana (ya por entonces la más poderosa de la Península a expensas, quizás, de la portuguesa) y la inglesa no eran del todo negativas, sino más bien distantes.

         
          Batalla de La Rochelle (1372) entre la flota inglesa y la castellana. Todos los barcos ingleses son hundidos o capturados, y miles de hombres hechos prisioneros. 


Con la llegada al trono de Fernando II de Aragón y la unión de su reino con el de su muy querida Isabel I (ya sabéis, esa con la cara rara que sale en tantos cuadros), se produce un cambio de política encaminado a aislar al nuevo gran enemigo: Francia. Una serie de políticas matrimoniales y de campañas militares forjan toda una serie de alianzas cuyo máximo exponente lo encontramos en el matrimonio entre Catalina de Aragón, hija de los Reyes Católicos, y el príncipe Arturo de Gales, heredero del entonces rey de Inglaterra, Enrique VII. Con la muerte del príncipe, Catalina contrae matrimonio con el infante Enrique, el futuro Enrique VIII (el tipo gordo que sale también en muchos cuadros, y en un capítulo de Los Simpson). Este rey, tan pronto como puede una vez accede al trono, trata de situar a su país en primera línea internacional, mediando en el conflicto italiano entre España y Francia e incluso ejerciendo de mediador entre el Papa León X, el emperador Maximiliano I, Carlos I de España y Francisco I de Francia, para conseguir apaciguar los ánimos y despertar la alerta contra la amenaza turca.


Sin embargo, el imparable éxito de Carlos, que acuña no solo la corona de Castilla y Aragón, sino también aquella que lo convierte en emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, comienza a despertar preocupación en Inglaterra. El distanciamiento entre ambas potencias llega a un nuevo punto de inflexión con el divorcio entre Enrique VIII y Catalina. Dicho monarca es excomulgado de la Iglesia de Roma y funda su propia Iglesia (la Anglicana) con tal de poder casarse con Ana Bolena sin el inevitable impedimento eclesiástico. Se inicia así un periodo convulso en Inglaterra, pues el pueblo sentía una gran simpatía por la que aún se consideraba a sí misma la legítima reina de Inglaterra; tal es su peso en la época que incluso el secretario mayor del Rey y su más acérrimo enemigo, Thomas Cromwell, diría de ella: ''Si no fuera por su sexo, podría haber desafiado a todos los héroes de la historia''. Pese a ello, Inglaterra apoya a España en las muchas guerras que mantendrá con Francia durante mediados del siglo XVI. Un nuevo acercamiento se produce cuando María I (hija de Catalina, a la que se conoce en la historiografía inglesa como María la Sanguinaria, por sus duras persecuciones religiosas después de someter de nuevo el reino a la autoridad del Papa) accede al trono y favorece su casamiento con el primogénito del César, Felipe. A pesar del matrimonio, nada cambia en la práctica para ninguna de las dos naciones salvo en que, por algún tiempo, no se combaten entre ellas. Cuatro años después, en noviembre de 1558, la reina fallece, muriendo con ella las aspiraciones de Felipe de reforzar su poder sobre la corona de la que era consorte. Sucediéndole Isabel I (hija de Ana Bolena), Felipe queda apartado de la política inglesa al ser la nueva reina reacia a contraer matrimonio con él: al contrario que su predecesora, Isabel no apoya la autoridad de Roma, por lo que rompe de nuevo el vínculo con el Papado y vuelve a ''independizar'' la Iglesia de Inglaterra. Las persecuciones, como no podía ser de otra forma, se dan ahora con el bando contrario, los católicos; persecuciones que serán aún más brutales durante el siglo XVII.



                             
                                                     Catalina de Aragón, representada por Michel Sittow (fecha desconocida)
             

Con el inicio de la rebelión en los Países Bajos se despiertan las simpatías de Inglaterra por los rebeldes, llegando a prestar ayuda en forma de voluntarios y pertrechos para la causa protestante, que sufre sonoros reveses tras la llegada del Duque de Alba con soldados veteranos de los tercios, bien fogueados en las guerras italianas. A pesar de esta ayuda descarada, España no mueve ficha todavía. Mientras tanto, los perseguidos católicos llevan a cabo una serie de levantamientos en Inglaterra contra la corona de Isabel I: la Conspiración de la Pólvora, con la ilustre aparición de Guy Fawkes -sí, el de V de Vendetta-, un conspirador que había luchado en Flandes enrolado en los tercios españoles. Todo ello despierta las sospechas sobre el papel de España en toda la cuestión, y se vuelca la ira sobre las embajadas españolas acusadas de promover, cuando no de organizar, dicho levantamiento. Así las cosas, Isabel usa la situación como pretexto para dar rienda suelta a los siempre recurrentes piratas ingleses: ataques contra el comercio español en las Indias, el asalto de Drake sobre Panamá y el saqueo, a al mando otra vez del susodicho, de Cádiz (1587).


Abiertas definitivamente las hostilidades, la respuesta española no tardó en llegar. Es aquí cuando se produce el desastroso episodio de la Gran y Felicísima Armada (la Armada Invencible, según la nombraron los anglosajones con no poca sorna) en 1588, tenido tradicionalmente por una hecatombe militar de enormes proporciones. La verdad, sin embargo, es muy distinta: que la nutrida flota del marqués de Medina Sidonia encontró su final muy precipitadamente es innegable; que la Monarquía Hispánica se recuperó pronto y con más fuerza, también. Se creó la Armada de Barlovento, se amplió la flota de la Armada del Mar Océano, se mejoraron diversas fortificaciones y las comunicaciones con Flandes y se impulsó un programa de construcción naval. Empujados por el optimismo de la fácil victoria (más fueron las tempestades las que tumbaron a la Gran Armada, aunque la Armada Real también colaboró lo suyo en el asunto cerca de Plymouth), los ingleses armaron la famosa Contraarmada, una flota dirigida por el propio Francis Drake aún mayor y más temible que la Armada Invencible que, sin embargo, encontró igual destino: su ataque se estrelló contra la heroica defensa de La Coruña gracias a María Pita y sus ovarios hercúleos; ya sabéis, peleando a los 12.000 ingleses al grito de ''¡quien tenga honra, que me siga!''). Corrieron la misma suerte en Lisboa, donde pretendían provocar una rebelión portuguesa contra Felipe II. Cayó así la Contraarmada, sin tormentas ni excusas. A este revés se suma la fracasada expedición de Drake y Hawkins en 1594 contra las Indias occidentales, perdiendo ambos la vida y 25 de sus 30 naves. Este respiro da a España una oportunidad: en Irlanda, a la retaguardia de Inglaterra, acontece una sublevación contra el dominio inglés en la región, vigente desde el siglo XII. Ahora que la corona inglesa estaba ocupada en sus asuntos, los españoles pudieron comenzar a forjar un nuevo plan de invasión, esta vez no a través del Canal de la Mancha, sino a través de Irlanda; en principio más sencillo por ser muchos irlandeses católicos y compartir con los españoles su animadversión hacia el inglés. Pero no nos precipitemos. Rebobinemos, y situémonos en la Irlanda de la alta Edad Media.




                                                  La Gran Armada, o Armada Invencible, al momento de su partida (1588). Autor desconocido.


Durante los siglos XII-XIII Irlanda había sufrido tiempos difíciles. El control de la isla había oscilado entre el inestable reinado de Leinster Dermot Macmurrough, el dominio de los nobles que lo depusieron, el control al que son sometidos por los normandos una vez éstos conquistan la región y el reinado de Enrique II de Plantagenet, rey de Inglaterra que tomó posesión de la región mediante las armas y una astuta política de asimilación de las élites irlandesas: creó así una nueva ''clase social'' en la región, señores anglo-irlandeses que controlaban el territorio a cambio del vasallaje a la Corona. La guerra entre la Inglaterra de Eduardo II y la Escocia de Robert de Bruce (un verdadero Braveheart, no ese de Mel Gibson) dividió la isla por cuanto unos nobles (el clan O'Neill de Ulster, por ejemplo) apoyaban las aspiraciones independentistas escocesas mientras que otros, los anglo-irlandeses (Leinster, Munster y Connacht), apoyaban a Inglaterra. El caso es que, mientras durante los siglos XIII-XIV los intentos de sumisión que se llevan a cabo desde Inglaterra tienen un resultado más bien tibio, para mediados del siglo XVI Enrique VIII crea formalmente el Reino de Irlanda (1541), con él como monarca. De este modo, Irlanda quedaba sometida al dominio no ya de un lord diputado inglés que sirviera como una suerte de gobernador en la isla, sino al mismísimo Rey de Inglaterra.


Aunque a ello siguieron algunos años de calma, hacia 1569 se produce la revuelta de los Fitzgerald de Desmond, que competían con los Butler de Ormonde por la hegemonía del territorio de Munster, al sur de Irlanda. Aunque vencieron estos últimos, la cuestión no quedó ahí y a esta revuelta le siguieron otras menores pero igualmente sangrientas que quedaron finalmente apaciguadas por un perdón general; no obstante, las condiciones impuestas por los ingleses (grandes impuestos, prohibición a los clanes de tener su propio ejército, etc.) despiertan la semilla del rencor y empeoran el ánimo de los irlandeses. En 1579 estalla una nueva revuelta que se extiende hasta 1583, inmiscuyéndose la Santa Sede mediante el envío de voluntarios católicos. Pese a que el resultado es el mismo, la situación es ya lamentable: se calcula que un tercio de la población civil de la provincia de Munster perdió la vida. Hacia 1590 Irlanda estaba prácticamente subyugada al dominio inglés, salvo la zona norte de los clanes O'Neill y O'Donnell y los hiberno-escoceses de los MacDonnell, controlando entre los tres la provincia de Ulster.




                                                   Hugh O'Neill, II Conde de Tyrone, pintado por William Holl.


Ese mismo año se da inicio a la Guerra de los Nueve Años, entre estos nobles y las tropas inglesas enviadas a someter esta provincia rebelde. Las fuerzas de Banegal -enviado por la Corona para sofocar la rebelión y asegurar el control de la provincia- sufren un hostigamiento continuo por parte no ya de una mera partida de guerreros armados con armas antiguas y roñosas, sino de un ejército en toda regla que poseía picas, arcabuces e incluso caballería. De estos embates los ingleses no salen bien parados. La autoridad inglesa decide parlamentar, aunque debido a las condiciones que exponen unos y otros las negociaciones se dilatan en el tiempo. Este cese de hostilidades es aprovechado ambos contendientes para rearmarse, mientras España intenta evitar la paz enviando oficiales a la isla (los alféreces Alonso Cobos y Domingo Ochoa), con intención de recabar información geográfica y política, además de tratar de convencer a los nobles irlandeses de seguir en armas contra Inglaterra. A esto acceden los irlandeses, siempre y cuando la Corona española se involucre con decisión enviando tropas y pertrechos.


Tras una breve tregua, los clanes rebeldes vuelven a la carga y derrotan estrepitosamente al ejército realista en la batalla de Yellow Ford, donde mueren más de 900 ingleses, refugiándose los restos del ejército en la fortaleza de Armahg, pese a lo cual son sitiados y terminan rindiéndose tres días después. Los irlandeses capturan todas sus armas y vituallas, además de conseguir el apoyo de más de un millar de anglo-irlandeses que desertaron del bando inglés. Muchos de los que se encontraban expectantes ante los acontecimientos se unieron a la rebelión, incluidos clanes importantes del sur de la isla (provincia de Munster), seguros ahora de que el ejército inglés en Irlanda estaba debilitado y podía vencerse. Tras un breve periodo de pánico, la Corona reacciona y envía a un nuevo líder, Robert Devereux (Conde de Essex), al mando de una formidable fuerza militar: 16.000 infantes, entre los que había 2.000 veteranos de las guerras de los Países Bajos, acompañados por casi 1.300 jinetes. Devereux buscó la aprobación de la Reina respecto a un plan combinado que permitiera la invasión por vía terrestre y naval; no obstante, el temor de Isabel I a una pronta invasión española le hizo imposible contar con buques para ello, pues eran todos necesarios para la hipotética defensa.




                                                        Robert Devereux, II Conde de Essex, por Marcus Gheeraerts


La campaña del conde de Essex comenzó con algunos éxitos propagandísticos sobre pequeñas plazas rebeldes; no obstante, nada reseñable consiguió. A medida que pasaba el tiempo, su persecución de las tropas rebeldes irlandesas mandadas por O'Neill era más y más cuestionada. Una victoria le era ya imprescindible, a tenor de sufrir la ira de la Reina (cuyo Secretario de Estado era, por cierto, enemigo de Devereux). Con el objetivo de cubrir más terreno, Devereux dividió la fuerza en dos columnas, mandando él el grueso del ejército y dejando a sir Conveys Clifford unos 2.000 hombres para proseguir la marcha. Hacia julio, las fuerzas realistas de este último convergieron en las montañas Curlew, donde el estrecho de Curlew Pass era la puerta de entrada. Se adentraron los ingleses por el desfiladero, encontrando en él un parapeto de ramas y piedras desde donde, parecía, una pequeña fuerza les hacía fuego. Creyendo que se trataba de una simple escaramuza, Clifford ordenó a la columna avanzar e iniciar la persecución de los rebeldes. El pobre diablo no sabía dónde se metía. Con toda su fuerza en el desfiladero, se encontraron los ingleses rodeados por todos los flancos por los irlandeses de O'Donnell, quienes disparaban con muchas ganas y sin parar. Privados de escape y con Clifford muerto en la refriega, solo la valerosa carga colina arriba del capitán sir Griffin Markham permitió abrir una brecha por el que escaparon algunos ingleses, evitando así un desastre aún mayor.


Firmándose en 1599 una tregua entre ambas partes, la Corona inglesa destituye del mando a Devereux por un nuevo lord diputado: Charles Blount, barón de Mountjoy, quien será de hecho uno de los más capaces líderes ingleses de la guerra. Blount, que no tenía un pelo de tonto, era tan consciente de que sus predecesores habían subestimado a los irlandeses como que la alianza de clanes que daba forma a la rebelión estaba sustentada en poco más que éxitos puntuales, teniendo por tanto unos cimientos relativamente débiles. De igual manera, un nuevo fracaso inglés similar al de Yellow Ford o Curlew Pass podía hacer desertar a los nobles irlandeses que apoyaban la causa realista. Mientras tanto, los irlandeses tratan de mantener el contacto con España, dando fruto sus esfuerzos poco después al recibirse en Ulster una serie de misivas informando de la preparación de una expedición española a Irlanda, acompañadas de grandes cantidades de armas y suministros. Reanudadas poco después las hostilidades, será en la batalla de Mory Pass donde ambas fuerzas se enfrenten de nuevo, aunque sin un resultado destacable para ninguno de los dos.


Después de estos embates Mountjoy decide reestructurar su ejército. Además, se diferenció de sus predecesores en que, a diferencia de éstos que operaban solo en verano, él no solo aprovechó los meses invernales sino que intensificó su actividad en dicha época. Ejemplo de ello son sus campañas durante el invierno de 1600, en las que logró destruir gran parte de las provisiones de los rebeldes de la zona de Ulster. Mientras tanto, en Munster, los realistas llevaban a cabo una política dura de detenciones de sospechosos, eliminando progresivamente todo atisbo de resistencia en el sur mientras Mountjoy hacía lo propio en el norte. Para finales de 1601 la situación estaba controlada en casi toda la isla, restando solo la preocupación por una eventual invasión española. Así están las cosas mientras España e Inglaterra se enfrentan aquí y allá, destacando con especial dureza la guerra de los Países Bajos. Tras algunos intentos en que España armó infructuosamente poderosas flotas de invasión, derrotadas todas ellas por los elementos naturales (1596 y 1597), en 1598 Felipe II ordenó planificar una nueva expedición. Es en estas que el monarca español muere, y todos sus planes quedan, al menos de momento, paralizados.


Con la subida al trono de Felipe III, se reafirma la voluntad española de doblegar Inglaterra. A este respecto, los historiadores no se ponen de acuerdo exactamente en porqué Felipe siguió los planes de su padre: quizás para darle un impulso militar a su reinado, quizás para vengar el sonado fracaso de la Gran Armada o, quizás, por una mera cuestión de reputación. Lo que está claro es que el nuevo monarca impulsó en sus primeros años una política basada en la consecución de los máximos méritos a través del mínimo gasto de recursos posible. Los beneficios de un éxito en la anexión de Irlanda eran muchos y variados: no solo un nuevo territorio al que extender la soberanía española, sino también y por ejemplo unos ricos recursos naturales, una amplia cantera de tropa para nutrir los ejércitos y tener una base desde la que ejercer presión en la retaguardia inglesa. Ya en 1596 se había declarado a los líderes irlandeses la necesidad y beneficios de declararse súbditos españoles; basando su argumentación no solo en razones políticas sino también en una reconocida leyenda, que había quedado recogida hacia el siglo XII en una obra pseudo-histórica (The Book of Invasions) según la cual un antiguo rey de aquellas tierras, de nombre Milesius, provenía en realidad de Cantabria.




                                                Felipe III, representado por Juan Pantoja de la Cruz (hacia 1606).

En ese mismo sentido habían obrado O'Neill y O'Donnell (recuerden, los más poderosos caudillos líderes de la rebelión irlandesa), enviando misivas a España en la que siempre se habían mostrado inclinados a reconocer la soberanía española sobre aquella tierra, firmando las cartas declarándose ''sus súbditos''. Quedaba claro así su interés en que el Imperio Español fuera garante de la independencia irlandesa. Esto se debe, entre otras cosas, a que el régimen multinacional del Imperio era menos autoritario que aquel que el inglés quería imponer en Irlanda. Podría haber quedado así encuadrado en el territorio como un virreinato -como era Nápoles-, o un territorio de soberanía propia, como Flandes.


Después de una serie de pequeñas expediciones de exploración, quedó claro que la situación de la rebelión hacia 1599 era desesperada. A estas vueltas de reconocimiento acompañan importantes envíos de armas, municiones y vituallas para los irlandeses, en cantidades nada despreciables que aumentaron aún más hacia el año 1600. Al año siguiente, solo la prudente reticencia del Consejo de Estado impidió que se enviara una nueva flota; pensaban con razón que era demasiado precipitado, teniendo en cuenta la cantidad de preparativos que requería la cuestión. En ese momento, una serie de reveses causan desconcierto en España: la humillante derrota de Nieuwport (2 de julio de 1600), la primera vez que un ejército combinado anglo-holandés derrotaba a un ejército español en batalla campal; y las infructuosas negociaciones entre España, Inglaterra y las Provincias Unidas en Boulogne (Francia) están cerca de dar al traste con toda la operación. Hay que tener en cuenta que, para aquella época, España mantenía abiertos cinco grandes frentes: la constante sangría en Flandes, la cruda situación en Milán y Saboya ante una posible invasión francesa, la guerra en Hungría contra el turco y la cuestión irlandesa. Sin embargo, entre 1600-1601 la situación da un pequeño respiroque es aprovechado para armar la flota y reclutar hombres, a cuyo frente se colocan individuos de probada reputación: por tierra tendría el mando Antonio Zúñiga, organizador de las anteriores empresas frustradas y, dirigiendo la flota, Diego Brochero, Capitán General de la Armada del Mar Océano. En los meses siguientes se reúnen numerosos barcos y se recluta tripulaciones profesionales en Galicia, Asturias y Vascongadas, sumándose también a la iniciativa irlandeses y escoceses reclutados en las costas de Irlanda en las expediciones de reconocimiento, además de desertores ingleses del anterior asalto a Cádiz. Sin embargo, como suele pasar, las estimaciones de la Corte no tenían nada que ver con la realidad. No se disponían ni de los hombres ni del dinero para reclutar una fuerza del tamaño deseado, que rondaría -según informes- unos 6.000 hombres bien cabreados y listos para repartir desgracias. Las continuas quejas a este respecto de Zúñiga le hacen ganarse su destitución, siendo relevado por Juan del Águila, quien se pone al mando de la menguada fuerza terrestre. Felipe III contaba con que, una vez llegados a las costas irlandesas, las tropas españolas despertarían el ánimo de los rebeldes y harían a muchos unirse a su causa, uniéndose también los ejércitos ya formados de O'Neill y O'Donnell y constituyendo, todo ello, una fuerza más pareja a las que el inglés podía presentar.



Posesiones de la Monarquía Hispánica durante la Unificación Ibérica (1581-1668). En rojo, los territorios españoles; en azul, los pertenecientes al imperio portugués. 


Con todos los preparativos hechos, el 26 de julio se da la orden de zarpar. Ante la ausencia en las órdenes recibidas de un lugar de desembarco concreto, tanto del Águila como su consejo de guerra se enzarzan en acaloradas discusiones sobre dónde dirigir su fuerza: al norte, y contar con la ayuda de los nobles irlandeses aunque a costa de carecer de recursos con los que abastecerse y quedar descartado el envío de refuerzos, o al sur, donde tendrían vituallas de sobra y podrían contar con un levantamiento popular contra el dominio inglés. Finalmente, dado que del Águila tenía la decisión última, se optó por desembarcar al sur, pese a los consejos de los miembros de la expedición que mejor conocían la situación real de los rebeldes y la topografía de las costas irlandesas. Una vez en tierra el ejercito se dirigiría a la localidad portuaria de Kinsale; reservando Cork (que debía, por su importancia, estar mejor fortificado) como segunda opción.


              Mapa de Irlanda: la zona de Leinster estaba bajo fuerte dominio inglés, siendo éste algo más tibio en Connacht; al norte y al sur, las provincias rebeldes de Ulster y Munster, respectivamente. 


El inglés, por su parte, recibía de todo esto información confusa. Además de suponer el desembarco español en la costa occidental (en Galway, más concretamente), recibieron datos erróneos sobre la fuerza invasora: según sus informes, a las órdenes de Pedro Enríquez, conde de Fuentes, marchaban unos 10.000 italianos y 15.000 alemanes, así como una vasta flota de más de cien buques, a las que se sumarían unas treinta galeras de Génova. La fuerza real, sin embargo, era mucho menor: la flota se componía de treinta naves -veinte de la Corona y el resto particulares, alquiladas o requisadas-, 1.383 marineros y 4.432 soldados. Además, se llevaban 164.481 escudos destinados a pagar las soldadas, adquirir provisiones y subvencionar a los rebeldes. En resumen: no siempre la inteligencia inglesa ha estado a la altura de James Bond. Los españoles, por su parte, haciendo gala de la escasa previsión que caracteriza habitualmente al país, no tardaron en darse cuenta de que iban faltos de casi todo. Provisiones, armamento, munición, ropas, etc. Vamos, lo usual.


En el trayecto hacia Irlanda, la escuadra es sorprendida por un temporal que dispersa las naves y obliga a algunas a regresar. Habiéndose decidido previamente que, de suceder esto, los barcos debían dirigirse hacia Kinsale y reunirse allí, llegan al punto convenido la mayoría de buques hacia el 2 de octubre. No obstante, a pesar de que la flota llega en buen estado, los buques rezagados no son poca cosa, pues en ellos van casi 700 soldados -otras fuentes elevan la cifra a 1.000-; que se pierden para la expedición con su vuelta forzosa a España. A pesar del serio inconveniente, la flota logra sorprender a los 400 habitantes de la ciudad, que ven cómo un buen número de chalupas (botes o lanchas, para los amigos) llevan hacia ellos a un montón de españoles barbados y con caras de mala leche. Rápidamente se hacen con el control de la plaza sin derramamiento de sangre. La guarnición, formada por 150 infantes a las órdenes de sir Richard Piercy, es desarmada y conducida un par de kilómetros hacia el interior, donde son liberados. Comienza desde ese mismo momento la fortificación de la ciudad, después de un discurso de Juan del Águila hacia la población donde cuenta un par de verdades y un par de milongas respecto a la intención con que han ido a parar allí. Se organizan trincheras y parapetos, se fortifican áreas claves reforzándolas con las escasas piezas de artillería con que cuentan (apenas dos cañones pesados y otros dos medios) y se prepara exhaustivamente la defensa de la ciudad a sabiendas de que se trataba de una posición poco propicia para resistir un ataque. La recepción de los irlandeses, por otra parte, fue mucho más gélida de lo que en principio se pensó. Apenas unos pocos rebeldes se sumaron a del Águila tras el desembarco, y ninguna respuesta se tuvo de O'Donnell ni de O'Neill, a pesar de los mensajes enviados desde Kinsale hacia el norte de Irlanda. Solo se tuvo respuesta de un tal Donal O'Sullivan Beare -su clan ocupaba el extremo suroccidental de la isla-, que ponía a disposición de los invasores sus 2.000 hombres, de los cuales la mitad tenían que ser armados por los propios españoles. Receloso del Águila de esta súbita amistad de la que no había tenido noticias antes, y que ahora le pedía enviarle una gran cantidad de armas, pertrechos y municiones a cambio de una eventual ayuda, le contestó que debía esperar instrucciones desde España (en resumidas cuentas, no se fiaba un pelo del tipo y le dio largas). Más tarde, para su desgracia, se comprobó que el ofrecimiento de O'Sullivan era sincero.


                                                                 Donal O'Sullivan Beare, autor desconocido


El inglés, por su parte, ya estaba -por fin- enterado de todo. Mountjoy da orden a todas las guarniciones de enviarle tantos hombres como estén disponibles para marchar sobre Kinsale y bloquearla, reuniendo a los pocos días en Cork una fuerza de más de 5.000 soldados. El 10 de octubre envía Mountjoy a 1.000 infantes y 500 jinetes hacia la ciudad para reconocer la fuerza y las defensas españolas, a lo que del Águila responde enviando a 500 de sus hombres para batirlos, cosa que hacen. Después de sufrir alrededor de cien bajas -por solo veinte españolas-, los ingleses se retiran. En esas fechas, O'Neill recibe las noticias del desembarco español y la alegría súbita da paso a una franca decepción, al ser consciente del escaso número en que se contaban éstos. A la petición de ayuda de Juan del Águila, O'Neill tiene difícil respuesta. Su propio territorio está ocupado y sus hombres carecen de entrenamiento. Además, para colmo de desgracias, ahora los españoles le piden que deje desprotegidas sus posesiones para marchar al sur, a expensas del mal tiempo y de los ejércitos ingleses que infestaban la provincia de Ulster, derrotando a los sitiadores con la ayuda española y reuniéndose con ellos en una región asolada por la guerra que, para más inri, poco podía aportar para el sostenimiento de la fuerza combinada de ambos ejércitos.  O'Donnell, por su parte, se encontraba en situación parecida: de poca fuerza podía prescindir en aquellos momentos para ayuda de los españoles, encontrándose como estaba con no pocos problemas en su propio territorio. Así, los dos grandes caudillos rebeldes se encontraban con una decisión imposible. Abandonar sus tierras en la peor estación del año, al mando de ejércitos poco o nada preparados, para auxiliar a una fuerza española escasa en número y que, además, había cometido el error -según pensaban ellos- de desembarcar en el sur, obligándoles a marchar una gran distancia llena de peligros para reunirse con ellos en una batalla de imprevisible resultado. Así, por el momento los irlandeses deciden no responder.


Hacia el 26 de octubre, con una fuerza de 7.000 infantes y 600 jinetes bajo su mando, Mountjoy pone sitio a Kinsale, estableciendo su campamento en una ventajosa colina que le permitía dominar los alrededores y recibir de forma segura y continua pertrechos para su ejército. Del Águila intentó repetidamente entorpecer sus trabajos, pero nada pudo hacer cuando los ingleses formaron con toda su fuerza en campo abierto: sabedor de su inferioridad numérica, rehusó el combate. Ambos líderes enviaron misivas a sus respectivos gobiernos en busca de ayuda, prometiéndosele a Mountjoy el envío de 4.000 hombres para noviembre, mientras que Felipe III ordenó el embarque urgente de 1.000 tropas para socorrer a Del Águila. Los refuerzos ingleses llegaron. A los españoles, sin embargo, no se les vio el pelo. Para principios de noviembre, las fuerzas inglesas comenzaron el ataque sobre Kinsale, tomando varias trincheras y cortando las líneas españolas, gracias a lo cual consiguieron aislar el fuerte que guarnecía la ciudad, al mando en ese momento del alférez Páez de Clavijo. Aunque un contraataque español a las posiciones inglesas hizo mucho daño, éstos se recuperaron pronto y expulsaron de nuevo a los defensores del terreno tomado. El brutal bombardeo contra el fuerte obliga a su guarnición a rendirse a finales del día siguiente, cuando no quedaba ya nadie en él capaz de empuñar un arma.


En estas que los clanes rebeldes deciden por fin marchar hacia el sur, al mando de 3.000 hombres y 600 jinetes, consiguiendo por una chispa de suerte evitar los ejércitos enviados en su contra. Para entonces, Mountjoy recibe refuerzos y suma ya 11.000 soldados y más de 800 jinetes. En España, la situación causa un intenso debate en el consejo: la falta de visión estratégica estaba acabando con toda posibilidad de éxito para Del Águila. Se acuerda enviar con urgencia un nuevo ejército de refuerzo desde Galicia, formado principalmente por veteranos gallegos y portugueses. El 6 de diciembre parten de La Coruña diez barcos con 900 hombres a bordo y gran cantidad de provisiones, al mando de Pedro López de Soto y Pedro de Zubiaur. De nuevo el clima se puso en contra de su suerte, y varias naves hubieron de dar media vuelta; sin embargo, al grueso de la escuadra le fue posible llegar hasta el pequeño puerto de Castelhaven, donde desembarcaron 650 hombres y esparcieron el rumor de que eran solo una avanzadilla de un ejército de más de 3.000 hombres -idea de López de Soto-; lo que resultó un acierto pues la voz se corrió como la pólvora y causó un gran impacto en los ánimos ingleses. Sin embargo, el asedio sobre Kinsale seguía en marcha, y pese a que las nuevas salidas de los españoles seguían destruyendo posiciones artilladas y causando gran número de bajas, no servían más que para negar a Mountjoy la posibilidad de un ataque frontal a la ciudad ante la evidente superioridad en el cuerpo a cuerpo de las tropas españolas. Según éstos últimos, dichas salidas habían causado casi 1.500 bajas al inglés, lo que junto con la promesa -ficticia- de ese gran ejército de refuerzo convenció finalmente a unos 3.000 irlandeses, de los clanes O'Driscoll More y O'Sullivan Beare (sí, el que se había ofrecido desde el principio), de sumarse a los españoles atrincherados en Castelhaven.



Mapa de la batalla: arriba en el centro puede verse Kinsale, rodeada de empalizadas y campamentos ingleses; además de ser cercada por mar por la flota inglesa, que ante la ausencia de buques españoles podía bombardear la ciudad a su antojo. De ahí hacia abajo la red de fortificaciones erigida por Mountjoy para garantizar su línea de suministro. A la derecha, el ejército irlandés de O'Neill y O'Donnell, a su llegada a las inmediaciones de la ciudad. 


Mountjoy estrechó el cerco aún más sobre Kinsale, y la desesperación en que se empezaban a ver los españoles los empujó a hacer una nueva salida, con 1.500 hombres -la mitad de la fuerza- que causaron más de 700 bajas y destruyeron 20 cañones. No obstante, no pudieron llegar a los campamentos ingleses, por lo que hubieron de retirarse sin causar más daño. Los combates siguieron desarrollándose tanto allí como en Castelhaven, con suerte favorable a las armas españolas, lo que hizo despertar a más clanes irlandeses que juraron fidelidad de Felipe III y aportaron más tropas, aunque no en gran número. Los rebeldes consiguieron, a base de muchas agallas, cortar las líneas de suministro inglesas que servían a los sitiadores de Kinsale, haciendo que casi desistieran del empeño por hambre. Para el 20 de diciembre, un recuento ordenado por Mountjoy evidenció la proximidad del desastre. Solo tenía operativos 6.000 hombres, habiendo muerto el resto o contándose entre los muchos heridos y enfermos. Más aún aumentó su preocupación cuando los irlandeses formaron frente a él, bloqueándolo entre su fuerza y la propia ciudad. Aunque se debatió un ataque simultáneo entre los dos ejércitos que pillara por sorpresa al inglés, nada se sacó en claro. Parece ser que una confusión hizo a los irlandeses - entre los que se encontraban los españoles de Castelhaven- avanzar contra el enemigo, para luego retirarse ante la ausencia de un ataque desde la ciudad que acabara con la retaguardia inglesa.


Mientras se retiraban con poco orden, Mountjoy ordenó al grueso de su fuerza perseguir a los rebeldes, que lo condujeron a un terreno pantanoso con la esperanza de anular así el poder de su caballería, formando la infantería irlandesa a la manera de un ''cuadro'' de tercio español. Después de detener una primera carga, O'Neill envió a su caballería a interceptar a los jinetes ingleses, que se habían reorganizado en mayor número y volvían sobre sus pasos. Pronto quedó clara la superioridad de la caballería inglesa, volviendo grupas desordenadamente los jinetes irlandeses quienes, en su alocada huída, cargaron contra su propia infantería. Mountjoy, que vio rápido la ventaja, ordenó cargar a toda su caballería contra el confuso ''tercio'' irlandés. Una desafortunada explosión de un barril de pólvora en el centro del cuadro hizo huir despavoridos a todos los hombres, siendo perseguidos sin miramientos por la caballería inglesa. Según la historiografía inglesa, unos 1.300 irlandeses perdieron la vida en la batalla, sufriendo ellos no más de 15 o 20 bajas; aunque otras fuentes afirman que las bajas inglesas ascendían al centenar. Hacia mediodía, Mountjoy regresaba a su posición y hacía pasear frente a las líneas de Del Águila las insignias capturadas, entre las que destacaban algunas españolas.



 Cuadros de tercios españoles en la batalla de Nordlingen (1634). Pueden apreciarse las cerradas formaciones de piqueros y coseletes (centro), así como las unidades de arcabuceros cubriendo las mangas (flancos de la formación). En conjunto, constituían un muro de fuego y picas que los hizo invencibles  en campo abierto durante casi un siglo.


El motivo de esta falta de cooperación no está claro: algunos historiadores opinan que Del Águila pensó que el fragor de la batalla que se oía desde su posición era un señuelo inglés para hacerlo salir, y por eso quedó defendiendo Kinsale en lugar de atacar el campamento inglés. Por otra parte, otros -no pocos- opinan que la falta de liderazgo militar de Del Águila fue causa principal de la derrota. Lo que está claro es que tanto los españoles como los propios irlandeses cometieron serios errores de planificación que dieron ventaja en todo momento a las tropas de Mountjoy. Los españoles, faltos de hombres y armas, arriesgaban quizás demasiado saliendo de la posición defensiva para enfrentar una batalla imprevisible (acerca del plan que trazaron tanto Del Águila como los clanes rebeldes para romper el cerco sobre Kinsale nadie se pone de acuerdo); los irlandeses, por su parte, sobreestimaron sus fuerzas y enfrentaron tropas poco entrenadas y armadas de mala manera a un ejército bien fogueado y perfectamente pertrechado de armas y munición. O'Neill trató en todo momento de combatir a la manera ''moderna'', cuando su ejército en realidad estaba solo preparado para luchar como lo habían hecho en Curlew Pass o Yellow Ford, mediante emboscadas y tácticas de guerrilla. Aún valerosos, de nada habían servido los esfuerzos irlandeses por socorrer Kinsale, que siguió sitiada y ya sin esperanza de socorro. De esto se culpaban los unos a los otros; ciertamente, Del Aguila no movió un pelo por salir de su posición en ayuda de los irlandeses, pero no hay que olvidar que éstos no atacaron las posiciones inglesas, como parecía estar previsto en un principio, sino que se retiraron y combatieron cuando ya la huida era imposible, y el socorro de los españoles improbable.


Aprovechando el desconcierto de la derrota, Mountjoy envió a sir William Godolphin a Kinsale para solicitar la rendición incondicional de los españoles, pero éstos le dieron un par de palmaditas en la espalda y lo mandaron de vuelta. Siguieron ofreciendo una resistencia extrema que causó, durante varios días, grandes bajas al inglés, que quedó convencido de que, aún con la ventaja, la toma de la ciudad pasaba por perder a una ingente cantidad de tropas. Ofreció entonces el caudillo inglés una rendición pactada y honrosa: se garantizaría la salida de la ciudad de forma segura, con todas las armas e insignias, y a cambio de la devolución de las plazas tomadas se facilitarían naves para el retorno del ejército a España. Consciente de las ventajas del pacto, Del Águila aceptó, con la condición de que se perdonase a las poblaciones irlandesas que los habían acogido y ayudado. El 12 de enero se firmaba la rendición, y el 2 de agosto de 1602 llegaban los primeros barcos al puerto de La Coruña. Los expedicionarios fueron mal recibidos por la opinión pública, siendo culpados de la pérdida de las plazas tomadas y acusados de no ofrecer una resistencia numantina contra el enemigo inglés; no obstante, nada pudieron hacer ellos contra todos los errores cometidos por la cadena de mando española. Ante el lamentable estado en que llegaron muchos de ellos, con ropas empobrecidas, delgados por las privaciones y la salud maltrecha, Del Águila donó los 59.600 escudos restantes de la expedición a la construcción de un hospital para asistir a los enfermos y mutilados.


Pronto se organizó una investigación para dilucidar quién tenía responsabilidad en el fracaso de la expedición, conociéndose el resultado el 12 de julio de 1603. Se culpaba a Del Águila, López de Soto y Zubiaur de la derrota de la empresa irlandesa, aunque ninguno de ellos sufrió las consecuencias de dicho veredicto: Del Águila murió poco después, y sus dos camaradas fueron absueltos por Felipe III. La guerra en Irlanda continuó algún tiempo, y hasta amenazó con quebrar económicamente a Inglaterra (el costo de la guerra entre 1594 y 1603 fue de más de dos millones de libras), pero poco después los restantes rebeldes se rendían a las fuerzas de Mountjoy con la condición de ser respetada su vida y sus posesiones, algo que garantizó el nuevo rey que ocupó el trono tras la muerte, en 1603, de Isabel I. Se cerraba así un capítulo que cerca estuvo de cambiar para siempre la Historia, no habiendo después una guerra o levantamiento con éxitos tan contundentes hasta la guerra de independencia de 1919.


Aunque la problemática irlandesa siguió latente, como se ha dicho, hasta bien entrado el siglo XX, nada tiene que ver con aquella vez en que Irlanda, por la gracia de sus líderes y para desesperación de la Corona inglesa, estuvo a un paso de ser española.

PD.: A este respecto, y para ampliar la información, recomiendo a quien interese la genialísima obra de Alberto Raúl Estéban Rivas y Tomás San Clemente de Mingo, ''La Batalla de Kinsale: la Expedición de Juan de Águila a Irlanda (HRM Ediciones).

ZILD

lunes, 21 de septiembre de 2015

La Más Grande Expedición.



Nueve meses después de haber partido de Sevilla, Fernando de Magallanes, que se encuentra navegando por el infinito Océano Atlántico, quizás comenzó a pensar que su empresa no era más que lo que los reyes, los hombres de saber y la gente de a pie le había gritado que era: imposible. Su sueño de descubrir un paso marítimo que permitiera a las naves, en adelante, alcanzar Asia por el oeste, y llegar a las ricas y míticas islas de las especias en el Océano Índico (islas Molucas), parecía desvanecerse a cada día que pasaba sumido en la espuma de las olas, que chocaban con paciencia infinita contra la proa de sus naves. Muchas cosas habían acontecido hasta aquel preciso instante. Quizás el único y último momento de duda del marino portugués. Pero empecemos por el principio.

Todo comenzó, como no puede ser de otra forma, con intrigas de salones. A principios del siglo XVI, España y Portugal se habían repartido el mundo con el archiconocido Tratado de Tordesillas. En él, se acuerda fijar un meridiano situado a trescientas sesenta leguas al oeste de Cabo Verde, que serviría para delimitar las zonas de influencia y expansión entre los castellanos y los portugueses. Quedaba para los primeros la explotación de los territorios y las riquezas de América -a excepción de una franja del actual Brasil, que quedaba bajo dominio luso- y la parte más al este de Asia, mientras que la mayor parte del reparto, correspondiente a África y la mayoría de Asia, quedaba para Portugal. Así pues, las islas de las especias, tan codiciadas como necesarias para obtener la hegemonía total que se disputaban ambas potencias, quedaban bajo dominio español, pero debido a tal división no había manera de llegar a ellas sin invadir aguas portuguesas. Era un problema gravísimo para los castellanos, que poco podían hacer para suplir la falta de una ruta que los condujera a tan ansiado destino salvo faltar al acuerdo y navegar por donde les estaba vetado. Al obispo de Burgos y principal consejero del Emperador Carlos por entonces, Juan Rodríguez de Fonseca, le llegaron noticias de un navegante portugués a quien, como fuere con Colón, la Corona de su propia patria no echaba demasiada cuenta. Sería pues de nuevo Castilla quien prestaría oídos y atención a este desconocido y humilde marino, quien decía poseer el secreto para acabar con el monopolio comercial portugués.


              El Planisferio de Cantino, fechado en 1502.  Curioso el error de las distancias entre Europa y el Nuevo Mundo.


Ante semejante promesa, y teniendo presente los antecedentes, Carlos aceptó. Fernando de Magallanes, un portugués, se pondría al mando de cinco naves castellanas que partían rumbo a lo desconocido a fin de sortear el nuevo continente para llegar, sea como sea, a la otra punta del planeta. La financiación del proyecto es titánica: salvando numerosos contratiempos, finalmente se pone sobre la mesa la abrumadora cantidad de ocho millones de maravedíes de la época; una fortuna que, en cambio actual, pocas superpotencias podrían permitirse, y cuyo equivalente lo podríamos encontrar en la organización de un gran viaje al espacio. Dicho esto, pueden ustedes imaginarse cuánto riesgo se presenta para la corona castellana, y cuántos intereses están en juego. Nada menos que el dominio del mundo conocido, que se dice pronto. Contaba la expedición con un punto fuerte, que era la cada vez más reconocida esferidad de la Tierra; y uno débil, que les costaría caro: las dimensiones del globo que pronosticaba Magallanes, como así lo hizo Colón, eran mucho menores que las reales. En cualquier caso, el 22 de marzo de 1519 se firman las Capitulaciones de Valladolid, por la cual el Emperador recoge para el portugués los títulos de ''Gobernador y Adelantado de todas las tierras que descubriese'', y se aportan cinco navíos para los propósitos de la expedición. Estos cinco barcos con los que cuenta, en muy mal estado, necesitarían de un año entero para ponerse a flote y convertirse en naves dignas de tan magna hazaña como se espera de ellas. Frente a sí, dos años de navegación con un final más que incierto.


                                                         Fernando de Magallanes (1480-1521)

Por otra parte, los financiadores de la expedición, todos españoles, protestaban continuamente ante la Corona por la concesión del mando de la expedición a un portugués -debe tenerse en cuenta que son potencias casi antagonistas por entonces-. Este conflicto llega a su punto álgido cuando Magallanes intenta enrolar en la tripulación a varios paisanos portugueses, a lo cual los castellanos se niegan en redondo. De entre estos nuevos tripulantes destaca uno, que si bien no era portugués su naturaleza era aún más extraña entre la tripulación. El joven se presenta ante Magallanes con un libro en las manos, y dice ser Antonio de Pigafetta, un gentilhombre veneciano que se tenía por explorador, geógrafo y cronista de su república natal. Le dice a Magallanes que él de disparar y arriar velas poco o nada, pero de escribir sabe mucho. Magallanes, que seguramente quiso despacharlo y tirarlo rápido por la borda, tuvo que quedarse con las ganas debido a las recomendaciones con las que llegó el joven cronista, cuya familia era de mucho poder y riqueza. Será él, de hecho, uno de los dieciocho supervivientes de la expedición, de doscientos sesenta y cinco que saldrán de España, y dará constancia del increíble viaje en su obra Relazione del Primo Viaggio Intorno al Mondo (1524), libro de extraordinario valor gracias al cual conocemos más de cerca a Magallanes y al propio Pigafetta. Éste último nos dejó plasmados sus pensamientos en papel; su ansia de aventura, conocimiento y, también, de fama:

«Sabía que navegando en el océano se observaban cosas admirables, y determiné de cerciorarme por mis propios ojos de la verdad […], tanto para entenderlos como para hacerles útil y crearme, a la vez,  un nombre que llegase a la posteridad».


                                                              Antonio de Pigafetta (1480-1534)
                                                                              
   
Desde el primer momento, la nave de Magallanes se pone en cabeza y es seguida por las otras cuatro embarcaciones, comandadas por castellanos, de los cuales no pocos lo consideran un enemigo declarado y casi todos un claro adversario. Cuando la expedición se encuentra anclada en Tenerife para reabastecerse, llega a manos del capitán una misiva de Sevilla: los capitanes españoles, dirigidos por Juan de Cartagena -enviado especial del obispo Fonseca, de quien era sobrino-, planean rebelarse contra él a la menor oportunidad. A ello se le suma una estrategia de Portugal para arruinar la expedición castellana, tramando diversas estratagemas para obstaculizar y neutralizar, en diversos puntos del planeta, las distintas naves. Para hacer frente a lo primero, Magallanes -descrito por Bartolomé de las Casas como una persona ''agria y desagradable, pero de un porte muy honrado que le hace capaz de hacer todo lo que se propone''- releva del mando de Juan de Cartagena, su vicealmirante. Para contrarrestar lo segundo, el almirante varía de rumbo cada cierto tiempo sin consultar ni avisar a nadie, en una suerte de trayecto imaginario que solo él configura en su mente, a fin de pasar a los portugueses que planearan sabotearle sin que éstos ni tan siquiera se percataran.
Tras dos meses de navegación, la expedición comienza a recorrer la costa este de América del Sur buscando cualquier tipo de paso hacia el oeste. Buscan en cada cabo y cada cala el esperado estrecho que les permita atravesar aquel inmenso continente; de momento, sin éxito alguno. Cuando llegan a la desembocadura del Río de la Plata (Argentina), las esperanzas de Magallanes se reavivan, pues es tan ancha -casi trescientos kilómetros- que puede incluso confundirse con mar abierto. Sin embargo, tanto el viento, como las olas y la propia agua delatan que no se trata de un mar, sino de la desembocadura de un gigantesco río. Desorientado ante tan extraño entorno, Magallanes coge un poco de agua de aquel ''mar'' y la bebe: es agua dulce. Constatando que, efectivamente, no estaban en el mar, el portugués debe modificar sus planes y  dar media vuelta. A pesar de hacer seis meses de su partida, con el hambre y el frío comenzando a hacer mella y sin haber conseguido el más mínimo atisbo de éxito, para Magallanes este viaje sigue sin ser discutible. No hay marcha atrás. Es la victoria o la muerte. Sus hombres, sin embargo, no lo entienden así, y son cada vez más los tripulantes cuyos máximos anhelos se reducen a dar media vuelta y volver a sus hogares.

Mientras continúan navegando hacia el sur, les sorprende el invierno. El viento gélido les golpea de cara, y los navíos avanzan muy lentamente debido al fuerte sotavento. Las condiciones a bordo se acercan a ser extremas: la comida y el agua fresca comienzan a escasear, y los marineros están completamente expuestos a las gélidas temperaturas y a la humedad. El único atisbo de comodidad abordo pertenece al capitán, mientras el resto debe contentarse con la protección que pueda dar la propia madera del barco. Poco más.

Las tempestades invernales del hemisferio sur chocan contra los navíos y hacen aún más difícil la travesía. En esas circunstancias, terroríficas desde hace tiempo, la expedición llega a un nuevo cabo: en  San Julián (también en Argentina) aparece la salvación en el último instante. En aquellas aguas cristalinas había peces fáciles de pescar, y en tierra encontraron agua potable. Nuevamente sin consultarlo con nadie, Magallanes decide establecer ahí su cuartel de invierno. Pigafetta escribe:

«En la latitud sur cuarenta y nueve grados, treinta minutos, encontramos un buen puerto. Decidimos esperar aquí el paso del invierno y la llegada de una estación más propicia para proseguir el viaje».

Mientras tanto, los marineros posan sus ojos sobre extrañas criaturas que no habían visto nunca: pingüinos, focas y delfines, que toman por monstruos marinos. A pesar de la parada en San Julián, las condiciones no mejoran para los tripulantes. Una mar embravecida, continuas tempestades, el hambre persistente -hacía tiempo que se habían racionado estrictamente los víveres- y, para más inri, el miedo de muchos tripulantes de hallar el límite de la tierra y caer hacia la ''nada'', eran focos de conflicto que, cada vez más, estaban despertando.  Eran tomadas estas criaturas nuevas, de hecho, por avisos de la cercanía de este límite, por lo que la crispación entre los marineros fue aumentando. Piensen ustedes en la mentalidad de la época, en los miedos de esos marineros con poco o nada de formación intelectual. Pónganse en los zapatos de estas gentes que ven aquellos ''monstruos'' marinos que, como en las historias, parecen perseguir a las naves, esperando el momento de atacarles para acabar con ellos y llevarlos al fondo del mar. Magallanes ignora esta crispación, y continúa racionando la comida. El pan y el vino, que no eran ya muy abundantes, debían durar hasta llegar a su destino; lo cual, además, podía tardar meses. Así pues, el hambre, la sed y el miedo convierten a la tripulación en un polvorín a punto de estallar, y los conflictos entre marineros portugueses y españoles aumentan por momentos.


                                             Primer mapa de Pigafetta del extremo sur de la Patagonia.


La noche del 2 de abril de 1520, finalmente, estalla el motín. Tres de los cinco navíos se declaran en rebeldía, y el sueño de Magallanes comienza a resquebrajarse, amenazando con estallar en mil pedazos de un momento a otro. Sin embargo, el almirante permanece impasible. Envía varios botes a los barcos rebeldes con la supuesta misión de negociar, siendo recibidos por unos confiados amotinados que se creen seguros en su número. Mientras se produce la negociación, más marineros fieles al almirante escalan los barcos sublevados y toman de nuevo el control por las armas. Una de las naves, sin embargo -la nao San Antonio-, huye y regresa a España. Esa misma noche, Magallanes organiza para el día siguiente un juicio a los que consideraba responsables del atropello, en un momento que será decisivo para la expedición. Según la ley marítima de la época, Magallanes es Juez Supremo de sus naves. Solo él juzga, y solo él puede condenar. Así pues, Juan de Cartagena es privado de sus títulos y expulsado de la expedición, mientras que Gaspar de Quesada, el segundo en rebelión de Cartagena y capitán de la Armada Real, es condenado a muerte. Así, con esta ejecución, Magallanes condena a uno por todos: según la ley establecida, en caso de motín debe ejecutar a una quinta parte de la tripulación; sin embargo, de haberlo hecho habría acabado fulminantemente con la propia expedición. El almirante dejará caer sobre Gaspar de Quesada toda su crueldad, mostrando al resto su ya reconocida intransigencia. No se atreve, por otra parte, a ejecutar a Juan de Cartagena, quien era un Grande de España y sobrino del obispo Fonseca. En su lugar, abandonará a Cartagena en el Cabo de San Julián, únicamente con su arma y un poco de comida, dejándolo junto a una horca que no llega a usar salvo para dar simbolismo al asunto. Tampoco es que hiciera falta ejecutarlo, pues en la Patagonia -nombre que le ponen de igual manera que a sus habitantes, patagaos, por su gran estatura y tamaño de pies- el destino de Juan de Cartagena estaba sellado de forma cruel e irreversible: mucho tiempo después de la expedición, los restos de este personaje serán encontrados justo donde Magallanes lo dejó: bajo la horca, a pocos metros de la orilla.

A finales de agosto de 1520, tras casi cinco meses después de la parada, la expedición abandona el Cabo de San Julián y vuelven a poner rumbo al sur. Por fin, después de tanta espera, ha pasado el invierno.  Cuando llegan a un nuevo paso hacia el oeste, Magallanes envía dos barcos de avanzadilla para que se adentraran en él, dando comienzo así una larga y tensa espera. Sus hombres han dejado de creer en él mismo y en la misión que el rey le encomendó, pero Magallanes fija la vista hacia el oeste a cada instante, esperando ver regresar aquellas dos naves con unas muy necesarias buenas noticias. Retroceder, que es lo que le piden todos, sería reconocer la victoria de sus enemigos y su fracaso como almirante. Ni que decir tiene que jamás se lo plantea. El estallido de una enorme tormenta dificulta la labor de estas dos naves que, sin embargo, encuentran algo. Un paso muy estrecho se adentra tierra adentro y parece no acabar. Con esas noticias, la avanzadilla decide dar media vuelta y dirigirse al grueso de la expedición. Claro que de todo eso, Magallanes y sus hombres no eran conscientes, por lo que la tensión y el nerviosismo se extiende rápidamente entre la tripulación. Así nos lo cuenta Pigafetta:

«Pensamos largo tiempo que las naves de la avanzadilla habían sucumbido a la tormenta. Pero no. Volvieron con las velas desplegadas y las banderas rompiendo el viento, disparando salvas para saludarnos».

Las noticias de la avanzadilla son esperanzadoras. El paso que habían encontrado se adentraba más y más en la tierra, pero el agua por el que navegaban no era dulce, sino salada. Agua de mar. Animados por la buena nueva, la expedición se pone en marcha. Revisan exhaustivamente cada cabo y cada fiordo, sorteando rocas y bancos de arena. Las aguas resultan ser un auténtico laberinto donde los hombres navegan a ciegas ante el peligro de rocas superficiales, arrecifes y bancos de arena, que podrían hacerlos encallar. En un determinado punto, el estrecho se bifurcaba en dos ramificaciones menores: una de ellas carecía de salida, mientras que la otra subía de nuevo hacia el norte, en dirección contraria a la que habían venido. Magallanes debe dividir la flota para explorar ambos caminos; decisión harto difícil pues era la primera vez que debía hacerlo. Anteriormente, como hemos visto, Magallanes envió dos únicas naves hacia el estrecho cuando lo encontraron por primera vez. Sin embargo, en aquella ocasión la flota no se dividió, pues que el grueso permaneció aproximadamente en el mismo lugar, esperando el regreso de la avanzadilla; mientras que en esta ocasión ambas partes de la expedición debían avanzar por caminos desconocidos cada una por su lado, sin cartas de navegación de ninguno de aquellos lugares ni manera posible de comunicarse entre ellas.


                                    Así se imaginaron sus contemporáneos el estrecho descubierto por Magallanes. 


El estrecho, inesperadamente laberíntico, puso a prueba la perseverancia del almirante y sus hombres. Una y otra vez se encontraban en un callejón sin salida y debían dar media vuelta, solo para adentrarse en otro callejón desconocido. Seiscientos kilómetros de aguas navegables mantuvieron a la expedición en un estado de ignorancia y nerviosismo constantes. No sabían dónde estaban exactamente, ni hacia dónde se dirigían. Pero Magallanes siguió adelante, a pesar de que todo lo que les rodeaba les causaba un profundo terror, fruto del desconocimiento y las terribles condiciones en las que se encontraban. Cuanto más avanzaban y se adentraban en aquellas aguas, mayor era su temor y desconcierto.

Una de aquellas noches los hombres contemplan cómo los bordes de la costa son arrasados por gigantescas llamas, que acaban con todo a su alrededor. Ninguno de ellos ve el menor signo de vida humana por aquella inhóspita tierra, a las que Magallanes bautiza como Tierra de Fuego. Los pensamientos del portugués, quizás expresados en voz alta, son recogidos de nuevo por Pigafetta. No sería de extrañar que Magallanes estuviera, mientras hablaba, contemplando las titánicas llamas que se extendían hasta el horizonte, haciendo parecer sus barcos no más que pequeñas motas oscuras en el agua, entre tanto fuego y humo:

« ¿Qué clase de lugar es este? Azotado por los vientos, es una tierra sin vida; ni animales ni hombres quieren vivir aquí. ¿Estoy en este mundo o acaso ya en la antesala del otro? ¿A dónde me llevará este viaje? ¿Regresaré a mi tierra? ¿Volveré a ver a mi esposa y a mi hijo? ¿Me recibirán a mi llegada con honores, y tendré una fortuna? […] ¿Cuándo? ¿Cuándo sucederá eso? »

La expedición lleva un mes surcando aquellas aguas, buscando el paso hacia el oeste sin éxito. A estas alturas, no es extraño imaginarse que todos los hombres habrían pensado, al menos una vez, en quitarse la vida y acabar con su miseria. Muchos marineros han muerto ya fruto del hambre, el frío y las enfermedades. Los cadáveres son arrojados al mar con presteza para evitar contagios y que cundiera aún más el desánimo.

Entonces, llega el momento decisivo. La ruta que venían siguiendo, hasta entonces estrecha y angosta, comienza a ensancharse. Cuando por fin salen a mar abierto, se extiende ante ellos un titánico océano desconocido: el Pacífico. A día de hoy, este paso situado en el cono inferior de América del Sur es conocido como el Estrecho de Magallanes. La teoría del portugués parecía por fin cobrar forma material en su cabeza y en sus mapas. Habían atravesado las Indias y, ahora, se hallaban camino a surcar el mar del oeste. Después de cinco años de preparación y viaje, Magallanes está pletórico. Había demostrado que su teoría era cierta. Todos aquellos que le habían tildado de loco y se habían arropado en su previsible fracaso, ahora o eran nada. No eran nadie. La fama y la gloria ya no parecían tan lejanas para el almirante como cuando contemplaba las llamas de la Tierra de Fuego.


                             Descubrimiento del estrecho según O. W. Brierly. Sólo quedan tres naves, de las cinco que partieron.

Sin embargo, dos días después de salir a mar abierto le llega la peor noticia que podía imaginar: una de las naves, la que transportaba todos los víveres -comida, agua y vino-, había desaparecido. En el peor momento posible, el navío había desertado y puesto rumbo a España. Magallanes pasa así de la alegría a la desesperación más profunda. Pero no se rinde. Había conseguido sacar del estrecho a todos sus barcos, algo milagroso teniendo en cuenta que, incluso hoy en día, el Estrecho de Magallanes es considerado un auténtico laberinto geográfico harto peligroso por las constantes tempestades y vientos que lo azotan. No, Magallanes no se rinde. La única salida pasaba por seguir avanzando, y así lo hace. Lo que no sabía todavía era que aquel mar del sur, al que llama Pacífico -mar de paz, por la aparente calma de sus aguas-, era en realidad la mayor masa de agua de la Tierra. Y ahora, al contrario que antes, no tenían prácticamente nada para llevarse a la boca, ni para saciar la sed de sus quebradas gargantas. Mientras pescan lo que pueden para comer, el viaje se extiende días, semanas y meses. El tiempo sigue pasando sin que se topen con nada de tierra. Solo agua, infinita y en calma, acompañada por un sol abrasador que les quema la piel hora tras hora, día tras día. La masa de agua parece no tener fin, y la calma con la que los recibe cada mañana la delata como una asesina paciente y despiadada, que se regodea en el lento padecer de su víctima. Así, vuelven la desesperación y las dudas, los miedos y la desesperanza. Ya no se trata de ser rico y famoso, ni de disfrutar soñando con la gloria. Ahora solo es cuestión de sobrevivir. En medio de esta enorme masa de agua, Magallanes podría perfectamente haberse desorientado, debido a un fenómeno que ya notó Cristóbal Colón en su primer viaje. Sin embargo, el portugués era un marino experto, como así queda registrado por el cronista:

«La aguja de nuestra brújula indicaba siempre el Norte, pero desviándose algo del polo. Esto, lo había observado muy bien nuestro capitán general (Magallanes), por lo que cuando estábamos en pleno Océano, preguntó a todos los pilotos qué ruta anotaban en sus cartas y respondieron que la correspondiente al rumbo que les había dado. Magallanes les advirtió entonces que tenían que corregir sus anotaciones, a causa del error a que les inducía la aguja; porque esta se desviaba en razón a que en el hemisferio austral perdía alguna fuerza de atracción hacia el polo Norte».

A pesar de la maestría con la que el almirante dirige la expedición por aguas desconocidas, los navíos apenas cuentan con comida, y el poco agua que poseen está podrida. A estas alturas los barcos parecen tumbas flotantes en medio de un mar infinito. A los hombres se les caen los dientes y se les pudren los miembros del cuerpo. El escorbuto -provocado por una falta de vitaminas-, el azote más cruel de los marineros en alta mar, se los lleva uno tras otro. Nos lo describe de nuevo Pigafetta:

«Vi a uno, que miraba con ojos ávidos a un español que acababa de morir, mientras movía la mandíbula como si algo masticara. No había duda que estaba pensando qué parte del cuerpo muerto podía cortar, para comérsela cruda inmediatamente».

La mayoría de la tripulación encontrará en este punto la muerte, siendo sus cuerpos arrojados rápidamente por la borda. Pero después de tres meses y veinte días de agua salada y muerte, el vigía grita '¡tierra!' con la poca voz que le queda. La salvación, como ya había pasado antes, se presenta en el último instante. Llevan, en total, año y medio de travesía. A la primera oportunidad reponen comida fresca y agua potable, que deben comer con extrema precaución para evitar que su estómago, acostumbrado ya al hambre, no las rechace y mueran sumidos en el dolor. Con la moral algo recuperada, la expedición continúa, descubriendo esta vez una gran extensión de tierra a las que se dará más adelante por nombre Filipinas, en honor al rey español Felipe II. Tan cerca aún el recuerdo del hambre, la sed y la muerte, para los maltrechos hombres aquellas islas, tapadas por un manto verde de vegetación, debieron parecer el paraíso terrenal.

Cuando desembarcan en tierra, son recibidos por un grupo de indígenas que, extrañados, les hablan y preguntan en su lengua. Ni que decir tiene que, desde la perspectiva actual, es difícil (sino imposible) imaginarse qué ideas rondaban en la cabeza de aquellas personas cuyas culturas y forma de vida se encontraron con otras tan diferentes y, en la mayoría de los casos, opuestas. ¿Qué pensaron los indígenas cuando vieron por primera vez a esos hombres rubios y morenos, barbados, y ataviados con armaduras brillantes y armas sofisticadas? ¿Qué pensaron los españoles y portugueses que se encontraron con esos aborígenes, de cuerpo pintado y con extraña apariencia, que debían mirarlos como si fueran más algo sacado de sus sueños y pesadillas que del mundo real? En cualquier caso, y para hacerse entender lo más rápido posible, Magallanes lleva a tierra a su sirviente, un indígena llamado por los españoles Enrique. Al ser este capaz de comunicarse medianamente con los indígenas, Magallanes confirma que, efectivamente, están cerca de su destino: Sumatra, de donde provenía Enrique, no distaba mucho de las Molucas o islas de las especias; de tal manera que, si era posible entenderse entre ellos, es que la distancia no debía ser ya demasiado grande.

Magallanes, a quien por contrato pertenecen una parte de las riquezas que se extraigan de dicha tierra, ha descubierto un archipiélago cercano a las Molucas del que nadie tiene constancia. Así pues, toma posesión de aquella tierra en nombre del emperador Carlos y de sí mismo. Pronto, y a fin de ganar influencia en aquellas tierras, establece las primeras relaciones comerciales con los pueblos nativos, de las que posteriormente pretendía aprovecharse.

El domingo de Pascua de 1521, Magallanes organiza una misa en la playa de Limasawa. Pese a que desconocemos si invitó a ella a los indígenas, no sería algo de extrañar: para los reyes españoles el dominio del mundo era un encargo divino, destinado a mostrar al hombre la fuerza de la voluntad de Dios, representada por  estos reyes y sus planes. Toda colonización iba acompañada de las conversiones de los nativos, pues era éste -el aumento del número de fieles- uno de los más altos principios del imperialismo español del XV, XVI y XVII. Aquí vemos una continuación de la tradición regia medieval, por la cual se tomaba el poder real como un designio divino y, por tanto, incuestionable. Esta práctica, usada para consolidar el poder de los monarcas desde tiempos antiguos, alcanzaría su cénit en la Edad Moderna, con el ascenso del absolutismo.

Magallanes navega de isla en isla, anexionando todas las que puede. Es acompañado por los indígenas, quienes le guían en aguas muy difíciles y peligrosas. Desde Milasawa, la flota pone rumbo a Cebú, un importante puerto comercial. Cuando llega, Magallanes ve al rey de Cebú -el llamado Rajá Humabón, que era tan musulmán como el resto de reyes y caudillos de las islas- como un posible aliado interesante: tanto a Magallanes como a la propia España les interesaba tener una representación amiga en estos rincones del planeta, que afianzaran su poder para el posterior establecimiento del poder español ya de forma sólida. Cuando entabla relaciones el representante de la corona española con este rey filipino, el segundo le dice al primero que está en guerra con una isla vecina, y le solicita ayuda para extender su dominio. Magallanes, a quien interesa mostrar su poder, acepta. Encontramos aquí una muestra de prepotencia nada típica en Magallanes: rechaza ir acompañado de guerreros indígenas, alegando que con sus cincuenta hombres podría vencer a fuerza alguna que se le presentase allí.

El 27 de abril de 1521 pone así pie en la isla de Mactán, enemiga del rey de Cebú. Sin embargo, cuando llegan, la historia no se desarrolla como Magallanes había planeado. El caudillo enemigo, Lapu-Lapu, está acompañado de mil quinientos aguerridos, a los que Pigafetta describe como 'hombres con tatuajes de fuego', al tener estos guerreros por costumbre hacerse un tatuaje por cada batalla ganada y, tras tantos combates, haberse quedado sin espacio en el cuerpo solo para comenzar a marcarse la cara. Mientras los españoles se acercan más y más a la orilla de la playa desde sus barcas se van dando cuenta de su error, pues apenas llevan armas útiles en esa situación: los arcabuces, que les podrían permitir abatir enemigos desde la distancia, no pueden montarse sino en tierra firme; las ballestas, que son pocas, no alcanzan al enemigo desde tal distancia, acaso para herir a unos pocos sin llegar a matar a ninguno.

«Abrimos fuego sobre el enemigo desde los botes. Disparamos durante una media hora sin hacerles demasiado daño. En el instante en que dejamos de disparar, los nativos atacaron a muerte

En cambio, los arcos de los indígenas de Lapu-Lapu sí llegan a las barcas, provocando las primeras bajas. Todos los guerreros, confiados ahora al ver que los españoles no eran tan invencibles como aparentaban, se dedican a arrojar todo tipo de cosas en dirección de éstos: flechas, lanzas (cuya punta calentaban al rojo vivo), piedras y hasta lodo, que iba formando una masa de fango toda vez que los españoles se acercaban más y más a la tierra. Bajo tan intenso fuego, los españoles deciden saltar de las barcas cuando el agua les llegaba a los muslos, y avanzar a pie. Los guerreros del Rajá de Mactán hacen lo que mejor saben hacer y se abalanzan con furia inusitada sobre los cristianos, que los contienen como buenamente pueden.

Magallanes ordena quemar algunas casas de los indígenas para tener que dividir así sus fuerzas y quizás privarles de algo de ánimo; no obstante, la quema de las chozas los enfurece aún más. El portugués ordena la retirada en este punto, pero envueltos en una masa ingente de guerreros como están, la lucha se alarga varias horas. Ante la resistencia de los españoles, los indígenas centran su vista en su comandante, y se abalanzan hacia él para darle muerte. Pigafetta, que está combatiendo junto con el resto de españoles, nos cuenta:

«Un isleño consiguió herir al capitán en la cara con una lanza de bambú. Desesperado, éste hundió su lanza en el pecho del indio y la dejó clavada. Quiso usar la espada, pero sólo pudo desenvainarla a medias, a causa de una herida que recibió en el brazo derecho... Entonces los indios se abalanzaron sobre él con espadas y cimitarras y cuanta arma tenían y acabaron con él, con nuestro espejo, nuestra luz, nuestro consuelo, nuestro guía verdadero. Cuando lo hirieron, se volvió muchas veces para comprobar que estábamos todos a salvo en los barcos».

Tras la muerte del almirante, un desolado Pigafetta nos escribe:

«Magallanes ha muerto. Demostró una constancia inamovible dando prueba de ella en la adversidad más grande. Dios haga que su fama le sobreviva.»


             Grabado que muestra la muerte de Magallanes, en el centro. El combate prosigue mientras los españoles se retiran.



Magallanes encuentra su muerte así en Mactán, Filipinas, sin haber llegado a cumplir por completo su sueño, por el que tanto había luchado y sacrificado. Su acción, por otra parte, permite a la mayoría de hombres subir a las barcas y retirarse sin orden alguno, de vuelta a los navíos.  Habiendo saldado las cuentas con una derrota desastrosa por la muerte de Magallanes, la expedición sale de Filipinas y pone rumbo de nuevo a las islas de las especias, dirigida esta vez por el capitán español Juan Sebastián Elcano -cuyo nombre, por cierto, es honrado por la Armada en forma de uno de los más emblemáticos buques escuela del mundo-. Por fin, después de más de un año de expedición, alcanzan las islas Molucas solo con dos de los cinco barcos que partieron de Sevilla. En aquellos barcos, que tanto habían pasado hasta llegar allí, cargan las codiciadas especias -nuez moscada y clavo- como muestra de que, efectivamente, habían conseguido su objetivo; además de demostrar, por vez primera, que la Tierra es definitivamente redonda. Además, dichas especias, en la lejana Europa, valen su peso en oro, pues junto con la plata y el propio oro, son el sostén económico del poderío ibérico en el mundo. Estando enfrascados en ese intercambio de materias, llegan a los españoles noticias -a manos precisamente de un portugués llamado Alfonso de Lorosa- de que Portugal sabe de su presencia y ha enviado varias naves a darles caza. Ante tal amenaza, los dos navíos se ponen en marcha apresuradamente. Sin embargo, poco después de partir una de las naos, la Trinidad, sufre una grave avería y deben volver a puerto. Ante la amenaza inminente que supone ser apresados por los portugueses, y fracasar así cuando tan lejos habían llegado, los españoles deciden dejar la Trinidad allí reparándose mientras solo la Victoria, cargada de especias hasta arriba, volvería a España de forma inmediata. Esta decisión, tomada por unanimidad, refleja el valor extraordinario de aquellos hombres, pues aún con naves modernas y el instrumental más puntero del que se disponga, la travesía que tenían por delante era una auténtica locura. Imagínense ustedes lo que suponía para una nave de aquellas características.

Así pues la Victoria recorre miles de millas por territorio portugués, rodeando el continente africano por el sur y ascendiendo dirección norte siguiendo la costa occidental, siempre con el miedo de ser descubierto por los portugueses y expoliado. En septiembre de 1522, después de casi tres años de expedición, llegan a Sevilla unos hombres que son más esqueletos que seres humanos, más mendigos que marineros dignos de una de las mayores hazañas de la Historia. Solo dieciocho de los doscientos sesenta y cinco marineros que Magallanes contrató, allá por 1520. Entre aquellos dieciocho tipos, Pigafetta, cuyo relato hará eterno tan extraordinario viaje, pone pie en Sevilla. Milagrosamente vivo y entero. Los pocos que vuelven reciben en el puerto de Sevilla una bienvenida oficial, y se celebran festejos para honrar la aventura.


                                Representación de la nao Victoria, único navío superviviente de la expedición.


No le dio Pigafetta al rey Carlos ni oro ni plata, más sí le dio otras cosas a sus ojos más valiosas: entre otras cosas, aquel cuaderno, en el que el veneciano relataba todos y cada uno de los acontecimientos sucedidos en su viaje a las Molucas.  A pesar de todo ello, la ruta descubierta por Magallanes no resultó una vía comercial rentable, y no cobró la importancia esperada. Navegar aquellas aguas resultaba demasiado difícil. Y si no, que se lo pregunten al bueno de Pigafetta, que debió pasarse los años preguntándose si realmente había vuelto vivo, y si su cuerpo se había quedado junto con el de su comandante, allá por Filipinas; o  junto con el resto de los más de doscientos hombres que dieron sus huesos en el fondo del mar.

A pesar de todo ello, sería un gravísimo error no constatar la importancia de este viaje que, entre otras cosas, probó que la Tierra es, efectivamente, redonda, así como puso la primera piedra del dominio español de los mares, que se mantendría hasta que dicho trono nos fue arrebatado por Inglaterra, casi dos siglos después. La primera vuelta al mundo, capitaneada por un portugués y llevada a cabo por castellanos, supuso un hito para la historia de la Humanidad a la altura de la llegada del hombre a la Luna, pues en aquella época, como hemos visto, pocas cosas se tenían tan por seguras como que, llegado a cierto punto, los navíos se caen en una infinita catarata para acabar en una ''nada'' que no necesitaba cobrar forma alguna para resultar terriblemente aterradora en la mente de aquellas gentes, que forjaron el devenir no ya de nuestro país y del vecino, sino de Europa entera y, por extensión, de prácticamente todo el globo.


ZILD.